Salgo de casa para ir al centro, a pie. Son las tres de la tarde, la mejor hora para ir a hacer recados. Contamos con la suerte de tener algunos comercios abiertos a horarios intempestivos. Es la única manera de no aguantar largas colas para pagar en Fnac y en otros establecimientos. Hacia el final de la Calle Lavapiés, marchando cuesta arriba, empiezo a divisar en el último cruce bastante movimiento. Grupos de curiosos parados en la acera. Un coche de policía. Una ambulancia del Samur parada junto a la tetería árabe del último tramo de la calle. Otra ambulancia llegando al cruce, por la Calle de la Cabeza que la corta y atraviesa. Se detiene allí mismo. La gente se para en las esquinas, estira el cuello, pretende ver lo que sucede. En la puerta de la tetería hay varios sanitarios arrodillados, presuntamente atendiendo a alguien sentado o tendido en el escalón de entrada al garito. Con tanto vehículo, tanta luz de emergencia, tantos mirones, tantos hombres y mujeres atendiendo a quien sea que está allí, casi a ras del suelo, es imposible ver de lejos qué está ocurriendo. Al pasar por la acera de enfrente, donde están los curiosos, no puedo evitarlo y quiero mirar aunque el cerebro me pide, me ordena, que no lo haga. Que uno, en ocasiones, se lleva sustos con estas cosas: gente recién salida de un accidente, hombres a quienes les ha caído algo del cielo (quiero decir, de algún edificio), sangre en las cabezas y visiones por el estilo. El cerebro dice “No mires”, pero quiero mirar. Y miro.
No es tan desagradable como había pensado, pero no es plato de gusto. Es un vistazo de apenas unos segundos, pero me da tiempo a registrar la escena. En el escalón de la tetería está sentado un hombre joven, creo que es árabe. Los sanitarios atienden una de sus piernas. Se la están curando, cortando la hemorragia copiosa que lo inunda. La pierna está empapada de sangre. Hay sangre en su pierna y en la zapatilla y en el suelo y en los vendajes húmedos y rojos. Le han cortado o roto el pantalón por encima de la rodilla, y por ahí parece manar la sangre. Sigo mi camino y, unos pasos después, llego a Tirso de Molina. Pero en ese tramo he encontrado las huellas de la sangre y las sigo con la mirada. Suben por Lavapiés, dan la vuelta a la esquina de Tirso de Molina, siguen junto al teatro donde se representa un musical sobre el Dúo Dinámico, pasan frente al kiosco, salpican unos cuantos metros y, entonces, se pierden, acaban. O sea, se inician allí. Demasiados metros de sangre. Demasiados metros caminando con una herida en la pierna. Le habrá costado horrores alcanzar la tetería.
La sangre ha bajado por la pierna y empapado una de las zapatillas, y resbalado hasta la suela, de modo que las huellas aparecen por tramos y con esta forma: una huella de puntera de una zapatilla ensangrentada y, al lado, una salpicadura irregular de sangre. Y así se suceden durante todos esos metros: suela y salpicadura, suela y salpicadura. El rastro de un hombre cojo y herido y desesperado y quizá a punto de perder la conciencia por tanta pérdida de hemoglobina. Al primer vistazo pienso que debe tratarse de un accidente, que un tío se ha caído en la calle y ha caminado unos metros. Pero esa explicación no es lógica. Nadie sangra tanto tras una caída, salvo que se haya caído de un quinto piso, pero habría rotura y no tanta sangre, supongo. Es mucha sangre. Entonces me hago la composición de lugar, una vez vistas las huellas, la calle, el entorno. Tal vez se trate de una puñalada en la pierna. No es raro, sucede a diario, con una frecuencia espantosa. El hombre ha ido a pedir auxilio a la tetería. Porque allí estaban los suyos o porque es su lugar de trabajo. Quién sabe.