No pasa una semana sin que tropecemos en los medios con una noticia terrible sobre una mujer asesinada por un hombre. Por su marido, por su ex marido, por su novio, por su ex novio, por su compañero sentimental. Lo escribe Kike Babas en su libro “El engranaje de las mariposas”: “Matan más mujeres los maridos que la heroína, pero no está prohibido casarse”. Una verdad dolorosa y auténtica. Es así. Se acosa a los traficantes de droga y a los fumadores, pero la palma en muertes se la llevan los accidentes de carretera y los hombres celosos y paranoicos. De momento, no se ha prohibido el matrimonio, tampoco los coches; o, mejor dicho, los conductores irresponsables, ya que los coches, las armas, la heroína, no tienen culpa de nada, la culpa es de quien hace cierto uso de los mismos.
Leemos tantas veces este encabezamiento en los periódicos: “Un hombre mata a su ex pareja”, que a menudo tenemos la sensación de estar viviendo siempre el mismo día, como en “Atrapado en el tiempo” (que todo el mundo conoce como “El día de la marmota” por su título original, “Groundhog Day”), y sólo cambia el escenario, y a veces el arma homicida. Un día es en Guadalajara y al siguiente en Madrid y la próxima semana en Ciudad Rodrigo. Por lo general al asesino no le importa que le vean. Si le ven y lo denuncian, llega la policía y lo detiene. Si no lo ve nadie, a menudo es el propio asesino el que se entrega a las autoridades. Parece que les da igual ir a la cárcel, que les da igual matarse. Porque muchos se suicidan tras cometer el crimen. Lástima que no se peguen el tiro antes de decidir llevarse consigo a la mujer. Que se vayan solos y dejen en paz a los demás, especialmente a las mujeres. También cambia el arma, como hemos dicho. Los hay que emplean el cuchillo, no les importa sacarle las tripas a la pareja en plena calle. Otros tiran de pistola, algunos de escopeta, los demás se conforman con arrojarlas por un balcón. Algunos las queman vivas. Otros las estrangulan, y se la sopla que los vean incluso los hijos de ambos, que asistan atónitos y horrorizados a su ejecución. Hay numerosos métodos y ninguno es premeditado, quiero decir que no preparan una dosis de veneno durante días ni planean el crimen perfecto. Lo que hay es fruto del calentamiento de la sangre, del arrebato de locura y rabia. Ellas ya lo saben, saben que algún día la sangre llegará al río porque reciben sopapos y palizas. Los maltratadores dicen, tras las agresiones, que van a cambiar, que ya no serán los mismos, como en “Te doy mis ojos”, pero ellas no tienen la culpa de creérselo: a la mujer se la conquista, sobre todo, por el oído, y por ahí es por donde entran ellos, los muy canallas, los agresores y demás ralea. “Que te quiero mucho, pichurri, que voy a cambiar, de verdad, te lo juro por éstas, y que me muera ahora mismo si miento, que baje Dios y me fulmine con un rayo”. Pero parece que Dios está muy ocupado en sus labores. Y el tipo nunca cambia. Y la mata.
Hace tiempo salió un estudio de la Fundación “La Caixa” titulado “Violencia: Tolerancia cero”, dentro del programa de prevención de la Obra Social de esta entidad. Leo al azar algunos párrafos. Hablan de las diversas modalidades de sometimiento y de la violencia del hombre contra la mujer, y les asignan nombres a cada una de ellas: “Violencia física”, “Violencia psíquica de desvaloración”, “Violencia psíquica de control” y “Violencia sexual”. Sé que este tema lo he tratado en más artículos, y para mí sería deseable no volver a tratarlo: eso significaría que dicha violencia contra la mujer se ha erradicado.