Era sábado por la tarde y necesitaba ir al cine. Yo no quiero leer libros o ver películas; “necesito” leer libros y ver películas. Necesito la música. Aclarada la diferencia, continúo. Sábado por la tarde y la cartelera no ofrecía muchos estrenos. Encontré dos opciones: “Las hermanas Bolena” o “En el punto de mira”. Desde que anunciaron el rodaje de la primera me dije que iría a verla sólo por el placer estético de contemplar a dos musas: Natalie Portman y Scarlett Johansson. Luego me lo he pensado mejor. En general, casi todas las películas “de época” me aburren un poco. Deben tener mucho brío para que me emocionen. Visto el trailer y leídas unas cuantas críticas, creo que pospondré su visionado para otra ocasión. Temía agonizar de aburrimiento, que es lo que me pasa con tanta peluca, tanto afeite y tanto baile de salón (no me ocurrió con las de “Elizabeth”, quizá por el buen oficio de Cate Blanchett).
Luego estaba “En el punto de mira”. ¿Qué es lo que promete? Acción, nervio, espectáculo puro y duro, entretenimiento de una tarde de sábado. Y lo cumple. Dicen que el trabajo del director, Pete Travis, se parece al de Paul Greengrass y sus dos secuelas sobre Jason Bourne. Sí, algo de eso hay: en la manera de crear tensión, en el ritmo que le imprime a las escenas. Pero, de momento, Travis se queda en la superficie, no profundiza como Greengrass. “En el punto de mira” es una película para pasarlo en grande. No le pidan más. Y no hay problema en ello. De vez en cuando uno busca sólo entretenimiento, y, aunque les pese a los puristas, entretenerse no es delito ni pecado. Está mal visto, pero a mí me da igual. Está mal visto que uno disfrute con las aventuras de Rambo, por ejemplo. En Zamora vi “John Rambo”. No es para tirar cohetes, pero supera con creces a las dos anteriores, y ya no es un cómic donde apenas hay sangre, sino una película muy dura, apocalíptica, inflada de gore y de salvajadas, como un “Grupo salvaje” en la jungla (una de las escenas finales es calcada al momento en que Pike coge la ametralladora). La película de Travis no tiene más. Uno la ve y la olvida. Su ventaja, además del ritmo y la tensión, es que cuenta un mismo hecho desde diferentes perspectivas. Como en “Rashomon” y “Jackie Brown”, entre otras. Me agradó ver a Eduardo Noriega sudando la camiseta junto a los americanos. Me entretuvo sin más, insisto. Lo recalco porque, con lo que voy a decir en el próximo párrafo, habrá gente que, como siempre que le pongo un par de pegas a cualquier película que me agrada pero no me entusiasma, me diga: “Ya leí que no te gustó”.
En esta trama de puntos de vista y situaciones frenéticas, sin embargo, hay algo que no cuadra, que le quita verosimilitud al filme. Y es que, salvo las escenas rodadas con helicóptero y los planos generales, no está rodada en Salamanca, donde transcurre la acción, sino en varias localizaciones de México. Es una exigencia del cine, eso de rodar en otro sitio distinto del lugar en el que se ambienta el guión: es una exigencia por motivos económicos, políticos o logísticos, como en este caso, pues al parecer las calles aledañas a la Plaza Mayor de Salamanca no permitían la laboriosidad y planificación de un rodaje de estas características. Cientos de espectadores no notarán la diferencia. Pero yo he vivido años en Salamanca y veo que, aunque la Plaza Mayor esté calcada al milímetro, el problema está en las calles de alrededor, repletas de verjas, cruces y mexicanos. Está en las paredes, en las caras morenas y los acentos. No son salmantinos. Por fortuna, en una de las mejores escenas (una persecución de coches) no se nota. La cámara se mueve demasiado aprisa y el montaje es frenético.