Hacía unos veinte años que no “gozaba” de las anécdotas que proporciona un teléfono fijo en casa. Antes de la invasión de los móviles en nuestras vidas, en el piso familiar decidieron quitar la línea de teléfono. No había, entonces, internet, y para comunicarme con parejas y amigos debía recurrir a la cabina telefónica situada (creo que aún existe) junto al edificio de La Marina de Zamora. Para ellos y ellas era ilocalizable. No hay manera de localizar a un tipo que carece de teléfonos y demás conexiones. El único recurso es aguardar a que él mismo te llame o ir al edificio en el que vive y pegarle un timbrazo. En la cabina de marras perdí mucho dinero. Ya sabes: metías una moneda de cien pesetas para hablar durante un par de minutos y luego la máquina se tragaba la pasta y no te devolvía el cambio.
No recordaba esa clase de anécdotas curiosas que proporciona una línea de teléfono fijo. Su principal cometido es robarte tiempo, soportando llamadas de gente que quiere vender algo. Sin embargo, a veces se dan deliciosos equívocos que parecen salidos de las novelas de Paul Auster. Antes de que, en la casa familiar, decidieran prescindir del teléfono, recuerdo que una vez telefoneé a un amigo. No sé si lo he contado en alguna ocasión. Se puso al aparato una mujer. Y yo dije: “¿Está Javi?” Y la voz al otro lado: “Sí, un momento, ahora le digo que se ponga”. Unos segundos después cogió el teléfono un tío que tendría más o menos la edad de mi colega, pero no su misma voz, aunque de esto sólo me di cuenta más tarde. Le dije quién era. Le pregunté cómo estaba. “¿Quién?”, preguntó. “¿Quién eres? Oye, creo que te has equivocado”. Existen miles de personas que se llaman Javier, claro. Pero la coincidencia, contada en una película o en una novela, quizá no habría sido creíble. La conversación terminó ahí, cuando yo me disculpé. Pero hay muchas personas que, en estos equívocos, deciden continuar el diálogo, en un tono que navega entre la picardía y el cachondeo. Sobre todo si uno de los interlocutores es hombre y, el otro, mujer.
Casi todas las llamadas que recibo al día suelen ser de empresas, como digo, empeñadas en venderme algo. Ahora ya no cojo el teléfono: me basta con ver la P de número privado. A veces descuelgo y cuelgo inmediatamente. En otras ocasiones la empresa de marras no esconde su número y, como el aparato que uso no tiene memoria ni agenda ni nada de eso, lo cojo pensando que el prefijo madrileño anuncia la llamada de uno de mis amigos. Intentan venderme algo y siempre miento para quitarme de encima a la telefonista (suele ser una mujer). Hace poco, estaba en casa cuando sonó el teléfono fijo. Era un número largo. Como si llamaran desde una cabina. Al cogerlo dije: “¿Sí?”, y una voz agresiva, con acento, respondió: “¡Busco trabajo!” No parecía una demanda, sino una orden, una exigencia. Supe que se había equivocado, claro, pero decidí poner un toque de humor: “Bueno, ¿y a mí que me cuenta?” La voz añadió: “Busco trabajo. Llamo por anuncio. ¿No dan trabajo ahí?” Luego le dije que se había equivocado y el tío se relajó, pidió perdón y dejamos de hablar. Unos días atrás volvieron a llamar. El número no era privado. La voz de una chica, cuando contesté, preguntó: “¿Está Federico?” Yo, con paciencia: “No, aquí no vive ningún Federico”. Pero lo más chocante es que la chica insistió: “¿No vive ahí ningún Federico?” Y yo: “No, no, de verdad, aquí no vive ningún Federico. Te has equivocado”. No contenta con eso, como si los amigos de Federico acostumbraran a torearla, me preguntó por la calle y el número. Se lo dije. Al final colgó. Pero no parecía convencida.