Aquella mañana de sábado tuvimos un tiempo magnífico. Sol, cielos despejados, algo de brisa que traía un poco de aire fresco, tan necesario en Madrid. Nada presagiaba que haría tan bueno. Habían dicho que iba a llover y no fue así: la lluvia tardó un día en llegar. La noche anterior, en cambio, hizo frío. Lo sé de sobra porque fuimos andando hasta la sala La Riviera, donde tocaba Queens of the Stone Age. Lleno total. En la cola para entrar, junto a esos tenderetes portátiles donde asan salchichas, hamburguesas y panceta, mientras nos ahumábamos, algunos tipos se acercaban a preguntar si nos sobraba una entrada para vender. El concierto estuvo muy bien, ofrecieron un directo potente y cañero a un público entregado. De regreso, también a pie, parecía que al día siguiente tendríamos las calles heladas. Pero no.
En la mañana del sábado estuvimos paseando con unos amigos por la Plaza de Santa Ana. Las terrazas estaban todas ocupadas. El sol incluso molestaba un poco. De vez en cuando me iba a la sombra, para descansar. Era una de esas mañanas que parecen de primavera aunque aún estemos en febrero. Muchas familias por ahí. Muchos niños jugando en la calle. Muchos matrimonios paseando a los chiquillos en sus carritos de bebés. Nosotros también llevábamos bebés, los de nuestros amigos. No quiero decir que nosotros los lleváramos (los llevaban sus padres), pero ya me entiendes. Entramos en una cervecería y les dieron de comer a los niños. En otras mesas, otras parejas jóvenes hacían lo mismo: darles el potito a sus hijos. Por la Plaza pasó una actriz. Por allí y por las inmediaciones siempre veo a un montón de actrices, que alimentan mi mitomanía. Casi todas son más guapas que en las películas o en las series. Se estaba de lujo en la calle, o en los bares, por el tiempo que hacía, y ninguno teníamos prisa por ir a comer a casa. El sol ayuda mucho al estado de ánimo de las personas. Lo dice Fernando Díaz (creo que es un pseudónimo) en su libro “Panfleto para seguir viviendo”. Escribe: “A veces el sol puede ser un hijo de puta. Unos rayitos, un poco de cielo azul y se van los malos rollos, la vida brilla, las cárceles te la soplan”.
La consecuencia de este tiempo tan grato e inesperado fue que, a media tarde, el centro estaba hasta los topes. A menudo me pregunto de dónde sale tanta gente. Da igual donde vayas: bares, cines, teatros, supermercados, cafeterías, restaurantes, centros comerciales, tiendas, librerías, el metro. Todo está lleno. Hasta la bandera, como suele decirse. Compramos unas entradas para el cine e hicimos tiempo por ahí. En Madrid tienes que ir como mínimo media hora antes a la taquilla (pero mejor si vas con una o dos horas de antelación) y sacar la entrada y luego darte un paseo o entrar a tomar una Coca-Cola a un garito. Tratamos de picar algo en los aledaños de la Plaza Mayor, pero era imposible. Todo a tope. Al final fuimos a uno de los bares próximos a la Plaza Mayor, un sitio del que siempre olvido el nombre, pero que la gente que vive aquí conoce. Su fama le precede: venden sabrosos bocadillos de calamares. Tardan medio segundo en ponértelos en la barra. No estaba tan lleno como otros sitios, aunque había que luchar para hacerse un hueco en el mostrador. En la calle, al final, te agobiabas. Tras la película fuimos a un pub donde unos amigos celebraban un cumpleaños. Fue una visita rápida. Llegar, saludar, tomar un par de copas y volver a casa. También el pub estaba bastante lleno. Fue uno de esos días completos, en los que el sol, sin la careta de las nubes, te anima a hacer planes, a salir de casa, a moverte. Lo malo es que luego, por ahí, no cabe un alfiler, y eso arruina un poco el paseo.