Mi vieja ciudad está siempre repleta de manjares que se deben comer cada vez que uno vuelve. Queso de la tierra. Vino de la tierra. Chorizo y jamón. Una hogaza. Las tapas y las raciones de los bares. En mi visita del fin de semana pasado me dieron a probar chichas y chorizo casero. Las chichas es casi obligatorio comerlas con unos huevos fritos. Vas a casa de tu familia y sabes que siempre habrá una frase mágica que te abra el apetito y sea sinónimo de calidad. Te dicen que van a ponerte, por ejemplo, un plato de pimientos fritos. Y la frase mágica es la siguiente: “Son de Zamora”. En nuestra ciudad, cuando los pimientos o el aceite o el vino son de la tierra, ya no se admiten discusiones ni explicaciones. “Tengo un poco de queso. Es de Zamora”. No hay más que hablar, ¡venga ese queso! No hacen falta preguntas. Hace años, durante un par de días en que estuve ingresado en el hospital, compartí habitación y penurias y dietas con un hombre nacido en un pueblo de nuestra provincia. De sus labios solían salir palabras de añoranza por los productos de la tierra. Añoraba el vino, el queso, el jamón y el chorizo de su pueblo. Hubiera tenido menos dolores con unas raciones de estos manjares.
Una tarde, dos semanas antes de este viaje, estaba tomando una caña con unos amigos de Madrid. Uno de ellos, natural de Asturias y militar de profesión, me dijo, hablando de los alimentos, que su mujer no podía tomar leche de vaca porque le daba alergia o porque le sentaba mal, o algo así. El médico le recomendó a ella que bebiera leche de oveja. “No recuerdo haberla probado nunca”, le respondí. “¿Dónde la compráis?”, pregunté. Me dijo: “No es fácil de conseguir en Madrid. Pero ya tengo un sitio donde puedo ir a comprarla siempre. Es leche de oveja de Gaza”. Claro, hombre, Gaza: Ganaderos de Zamora. Por supuesto que la conozco. Es la leche de mi tierra. Me criaron con ella. No le pregunté dónde la compraba. Pero imagino que en algún edificio de El Corte Inglés. Una de las primeras cosas que hice al llegar a la ciudad fue comprar un cartón de esa leche de oveja. Para probarla. Sentía curiosidad. A mí, vaya por delante, la leche no me fascina. Quizá tome un vaso al mes, o menos. No me agrada demasiado el sabor, me aburre, y no suelo probar otra que la que fabrica la Central Lechera Asturiana. Pero compramos un cartón de la de oveja. Es más suave, más digestiva, más agradable al paladar, y está indicada para niños, o eso pone en el envase. Me bebí un vaso. Me gustó tanto que me bebí otro. Creo que no tomaba dos vasos de leche seguidos desde la infancia. Cuando vives fuera acabas un poco desconectado de ciertas cosas de tu tierra. Perdonen mi ignorancia, pero no sabía que en Gaza también elaboran yogures con leche de vaca y de oveja y de cabra. Los estuve buscando por el supermercado, pero no los encontré. La próxima vez será. O, si me acuerdo, los buscaré por aquí, en alguna sucursal de El Corte Inglés.
A la vuelta suele traerse uno varios de estos productos de la tierra. Lo mejor de ellos no es que satisfacen el paladar y calientan el estómago, sino que así uno se siente más próximo a su ciudad, aunque esté lejos. Cuando estudiaba en Salamanca, lo habitual era que la familia me metiese en el macuto unas cuantas muestras de embutidos hechos en nuestra provincia. Esto de los alimentos caseros y los de la tierra es cada vez más importante para el organismo, dado que lo que uno puede comprar por ahí suele estar cada día más repleto de basura, de conservantes, de colorantes y de porquerías de ese estilo.