Madrid es, en líneas generales, una ciudad sucia. Al menos, una de las ciudades más sucias que uno conoce. Supongo que la culpa se puede achacar a un alto porcentaje de sus habitantes. A diario compruebo cómo arrojan papeles, bolsas y paquetes vacíos de tabaco a las aceras. Cómo rompen litronas contra el suelo. Cómo orinan entre dos coches, o echan la vomitona, o dejan que sus perros defequen sin recogerlo ellos después, o abandonan en la calle muebles y váteres rotos. A estas alturas, además, se permite que, en los rastros y mercadillos, los vendedores dejen las aceras atosigadas de basura, de bolsas de plástico, de envoltorios, de cajas de zapatos, de maderas inservibles, de perchas rotas; pero esto es extensible a un montón de ciudades y pueblos, dado que todos hemos visto el estado en que quedan las calles tras la celebración de mercadillos, o sea, como si hubiera pasado por allí la marabunta. Si la capital es sucia, imaginen, si no lo han visto ya, el aspecto del metro en las últimas semanas, como consecuencia de la huelga de limpieza.
Cuando se publiquen estas líneas, la red subterránea estará limpia, dado que los trabajadores han alcanzado un acuerdo y se comprometen a asear el metro en las próximas veinticuatro horas. Estuve en mi tierra durante casi todas las navidades, y por tanto no presencié el punto álgido de mierda que llegaron a acumular los pasillos del metro. El día veinte de diciembre tomé el metro por última vez en el año, y ya los desperdicios acumulados eran notables. De regreso a la ciudad, a comienzos de este año, cuando entré en el metro aún quedaba mucha basura en las esquinas. Pero supongo que habían contratado a alguien para quitar de en medio los desechos más grandes, dado que la intención era que los ciudadanos usaran el metro en el Día de Reyes, y había que mejorar la imagen y la higiene.
No voy a entrar en valoraciones, ya que, aunque la mayoría de las huelgas entorpezcan nuestras actividades cotidianas, a uno le agrada que los colectivos se apoyen, luchen juntos, se defiendan entre ellos y estén de acuerdo. Pienso, por ejemplo, en los taxistas, en estos trabajadores de la limpieza y en los guionistas de Hollywood. Ojalá en otros oficios hubiese tanta unión. Tal vez las cosas cambiarían de manera radical. No entraré en debates. Sólo me gustaría contar, a quien no lo viese, el aspecto sórdido y apocalíptico que alcanzó el metro en esos días. Era digno de ver. A la acumulación cotidiana de desperdicios (envoltorios, periódicos gratuitos, folletos de publicidad, latas de refresco) se añadieron las protestas de los propios trabajadores en huelga, que se manifestaron manchando las paredes y soltando por los pasillos una lluvia de papeles diminutos, y se añadió el desbordamiento de las papeleras, como si estuvieran empachadas de tragar basura, y se añadió la habitual falta de higiene de muchos de los usuarios del metro. Así, en el suelo de los vagones se veían periódicos retorcidos, manchas resecas de bebidas y otros residuos. En las escaleras se acumulaban más papeles, bolsas, paquetes, botellas, latas. En las esquinas no era raro ver alguna pota, soltando sus efluvios ácidos por el pasillo. El escenario apocalíptico recordaba a “1997. Rescate en Nueva York”, a “Soy leyenda” y a otras cintas en las que las ciudades se han transformado y sólo quedan escorias y hombres refugiados en las sombras. Si esto hubiera ocurrido en Nueva York, más de cuatro directores de cine y alguno de televisión habrían filmado escenas de los pasillos, vagones y escaleras del metro para luego incorporarlas a un filme de argumento apocalíptico.