Una noche. Acompañamos a una amiga hasta casa. Vive en Embajadores, lejos de la parada del metro. En Embajadores suele haber muchos atracos. No hay un alma por la calle. Vemos a un hombre dormido encima de un banco. Vemos a una pareja, más tarde. Vemos a dos tipos escarbando en la basura. Vemos un coche de policía patrullando por su barrio. Poca cosa. Poca gente. Y es viernes por la noche. Ella quiere regresar a Zamora, encontrar allí un trabajo, volver a la tierra. Como muchos emigrantes, detesta Madrid. Y lo entiendo, sobre todo tras dar ese paseo de madrugada y acompañarla. Vive lejos del centro, en una zona poco concurrida, sin apenas tiendas y locales de ocio. Quiero decir que no tiene a mano esas cosas que vuelven tolerable la vida en la capital: cines, teatros, grandes centros comerciales. Por lo menos yo no los vi. Al pasar cerca de un parque nos dice: “Fue allí donde me atracaron”. Un parque en el que son habituales los botellones, las reuniones clandestinas, las bandas, los carteristas. Una mañana, de camino al trabajo, cuando aún no había amanecido, un tipo le puso un cuchillo en el cuello. Creo que ya lo conté una vez, así que no voy a insistir más. Esa es la recompensa que tienen los trabajadores de Madrid, los que emigran de mi tierra. Se trasladan por motivos laborales, viven en sitios donde no les gusta estar, se acostumbran a los madrugones insoportables y luego, de camino al trabajo, a cumplir como personas responsables, les ponen un cuchillo en el cuello, les obligan a sacar la pasta del cajero. De eso, nos dice ella, uno ya no se recupera nunca. Siempre hay sobresaltos, sombras sospechosas, miedo al salir de casa.
Y lo entendemos, mientras nos lo cuenta. En algunos barrios madrileños parece que hay una trampa en cada esquina, un criminal tras cada sombra, un sospechoso que prepara emboscadas en los parques y en los portales. La acompañamos en la noche silenciosa, y mis ojos registran cada rincón, en busca del peligro. Cuesta vivir estando siempre alerta. Ese es el parque donde la atracaron. Nunca ha vuelto por allí. Ahora tiene que dar un rodeo, cada mañana, al ir al trabajo. Luego vemos otro sitio que suele sortear: un rincón en sombras que hay entre un edificio y un jardín, un rincón donde algunas mañanas se ven bultos de tipos dormidos o borrachos. La calle donde vive no es muy alegre. No es uno de esos sitios en los que, al levantar la persiana, te sientas jubiloso, feliz. A mí me parece un lugar triste, oscuro. Y me parece que la suerte debería aparecer algún día. Y la suerte ha de llegar en forma de puesto de trabajo en Zamora. En una ciudad en la que, al menos, no tienes que caminar siempre con un ojo delante y otro detrás. Le digo que coja taxis que la lleven al metro o al trabajo. Pero por allí no hay parada de taxis, y llamar todos los días, cuando aún es de noche, pidiendo un taxi, puede significar llegar tarde a la oficina.
A veces leo historias en los foros. Gente que cuenta su experiencia en esta ciudad que es una jungla. Jóvenes a los que atracaron en su portal. Carteras robadas. Bolsos arrancados. Antes de escribir esto, por ejemplo, leo la noticia de un chaval al que clavaron una navaja en Canillejas. Un fulano quería robarle el móvil y él se negó. El premio a su valor: una puñalada trapera. El nivel de inseguridad en Madrid es altísimo. Otra noche, la última que salí, no hubo modo de encontrar un taxi libre. La Gran Vía estaba llena de ellos, con taxistas que conducían a velocidad de infarto, que es la velocidad a la que se conduce en esta ciudad, pero todos estaban ocupados y nos tocó volver a pie. Cansados, muertos de sueño, escudriñando las esquinas.