La película. Primero vi la película, la que sentó cátedra, la de los noventa, dirigida por Jean-Paul Rappeneau y con el inmenso Gérard Depardieu encarnando a Cyrano. Existen otras versiones, la más famosa quizá sea la de José Ferrer, pero nunca me han interesado. Desde principios del siglo anterior se ha adaptado el texto original: en cortometrajes, en películas mudas, en telefilmes, en películas sonoras. Incluso en los ochenta hicieron una versión contemporánea, titulada “Roxanne” y con Steve Martin de protagonista, que ya ni siquiera recuerdo si tuve el valor de ver. Pero creo que todos nos quedamos atrapados con el largometraje de Rappeneau, que tuvo en Depardieu su mejor baza. A la película le echaron encima una tonelada de premios, muy merecidos. Inexplicablemente le robaron el Oscar a la Mejor Película de Habla No Inglesa, que fue a parar a un filme alemán ya olvidado, “Viaje a la esperanza”. La versión con Depardieu es apoteósica porque saca el texto del escenario, tal y como compete al cine, e incluye escenas difíciles de representar: como las batallas o las escaramuzas del señor de Bergerac contra cien hombres. Pero sobre todo por Depardieu: su fuerza, su energía, su vigor interpretativo, su agilidad para saltar de la comedia al drama. A todo el mundo le gusta esta obra: hay amores correspondidos y amores imposibles, enfrentamientos y luchas de esgrima. Cuando salió en vídeo, mis amigos y yo solíamos poner fragmentos sueltos durante los botellones caseros. A quienes gastamos una probóscide mayúscula, esta historia nos entusiasma.
El texto. Luego leí el texto, magnífico, de diálogos inolvidables en verso, que escribió Edmond Rostand. El original del que parte ese conglomerado de adaptaciones más o menos fieles. Poco después del estreno, aprovechando el tirón, dieron el texto con una revista. Compré la revista para quedarme con la obra. Pero las frases sonaban mejor en la película. Ahora, mientras escribo esto, compruebo la razón: la versión traducida que yo tengo no es la oficial, probablemente sea mala, una traducción normalita, que no respeta la métrica, aunque captura la esencia de la obra. De modo que, en cuanto termine este artículo, iré a buscar a una librería la versión de Austral. Nos gusta Cyrano porque escoge la libertad, aunque esté sujeto al yugo del amor no correspondido. Nos gusta porque no se deja pisar por villanos ni por condes. Nos gusta porque demuestra que la procesión va por dentro, y que la palabra siempre acaba siendo más poderosa que la imagen. Mejor un verso perfecto que una cara guapa. Cyrano utiliza una alianza que aplasta a cualquiera: la pluma junto a la espada. Improvisa versos mientras da lecciones de acero a los enemigos y a los inoportunos. Es un perdedor con dignidad.
La representación. La que fuimos a ver el martes, en el Teatro Español de Madrid, con dirección de John Strasberg (hijo de Lee Strasberg) y los siguientes actores principales: José Pedro Carrión (Cyrano), Lucía Quintana (Roxane) y Cristóbal Suárez (Christian). El reto (del espectador, no de los responsables de la obra) está en olvidar la película de los noventa, en evitar comparaciones, que son odiosas. Superada la prueba, la obra tiene evidentes virtudes y defectos. Defectos: la representación interactiva del inicio, en que los actores se mezclan con el público en el patio de butacas, algo que detesto; la escasez de secundarios, con lo cual cada uno de ellos hace varios papeles; algún giro moderno en la traducción. Virtudes: el texto; el vestuario; Lucía Quintana; Carrión, que construye un potente Cyrano de baja estatura, pero hábil en los combates, en la declamación y en dar vida a un caballero que muere por dentro.