En los últimos tiempos has cambiado de bebida para las noches de sábado, que es cuando (aunque no siempre) te echas unas copas al coleto. Te gustaba el whisky, pero descubriste que la ginebra refresca más porque, al estar mezclada con tónica, no deja la lengua pastosa como lo hace la combinación del whisky y la Coca-Cola. Probaste varias marcas, hasta que un amigo te descubrió la que quizá sea la mejor ginebra del mundo: Bombay Sapphire, que viene en una botella azul y que destilan en Londres. Una noche, en Sanabria, te pusiste a intentar traducir los ingredientes que ponen en la etiqueta: almendras y limones de España, regaliz de China, bayas de enebro de Italia, corteza de casia de Indochina, bayas de Java, entre otros. Te dio la impresión de que incluso era una bebida saludable; pero esto era una mentira porque el alcohol no suele ser saludable, salvo si hablamos del vino y la cerveza en moderadas cantidades. El caso es que esa ginebra, la más cara del mercado, no suele dejar resacas. Como te lo cuento. Sales una noche o acudes a un botellón y tomas unas copas y al día siguiente estás como si no hubiera pasado nada: siempre que no mezcles con otras bebidas, of course. O no estás tan afectado como en otras resacas.
Pero una noche, después de tomar en casa unas copas junto a tu grupo de amigos, decidís ir hasta los bares de la zona de Huertas. Entrar en un pub y tomaros la última. Es temprano, apenas ha pasado la medianoche y los garitos de allí no cerrarán hasta las tres. ¿Por qué no? Está bien dar una vuelta. Los bares de Huertas, lo sabes de sobra, tienen fama de servir garrafón. Garrafón en cantidades industriales, garrafón de ese que te deja para el pueblo, fuera de combate, como si un matón te hubiese dado una paliza. Pero te dices: “Bueno, hagamos una excepción, por un día”. En Huertas nunca sueles tomar copas: prefieres la cerveza de fabricación natural de Naturbier o alguno de esos cócteles en los que no tiran de garrafa. Pides una única copa. De Bombay Sapphire, la botella más cara, la ginebra que menos afecta. Pero, después de tomarla, ya no sabes ni quién eres. Vuelves a casa como si te hubieras bebido un barril de vino. Pero lo peor está por llegar, y sucede a la mañana siguiente. Dolor de cabeza y dolor de estómago. Un dolor de estómago brutal, igual que si hubieras ingerido una botella de matarratas. Un dolor que no se pasa de ninguna de las maneras: ni tomando manzanilla, ni alimentándose como es debido, ni echando una siesta. Ese dolor es un viejo conocido. Es la consecuencia del garrafón. Ya sabes de lo que hablo. Ya conoces a qué me refiero. En muchos bares siguen insistiendo en servirlo, en engañarnos, en cobrar un pastón por un brebaje que no se beberían ni las ratas. Lo peor es que a veces saben camuflar ese garrafón. Pero sólo a veces: recuerdas una noche, en tu ciudad natal, en que al probar la bebida ya sabías que te la estaban colando, que aquello era veneno, que sabía a rayos y a centellas. Dejaste la copa en la barra, aunque la habías pagado, la dejaste sin beber y te fuiste del garito. Protestar no hubiera servido de mucho.
Lo que no entiendes es cómo esto, de alguna manera, se sigue permitiendo, se sigue tolerando. En los medios de comunicación dicen a menudo que lo del garrafón en las copas de muchos bares es una leyenda urbana. Es lógico: se presentan con la cámara y el micro en la discoteca y aún creen que el camarero les va a sacar la botella mala. Pues no: el camarero y el dueño son listos y sacan la buena, esa que destinan a amigos y a clientes fijos. También a esos reporteros los engañan. Basta con conocerse la noche, con salir por ahí de farra, con indagar en los sitios.