Retorno a Madrid. Retorno al barrio, que nos recibe con su espiral cotidiana de violencia y degradación. Tras un viaje matutino y sin tráfico ni incidentes, bajamos con el coche hacia Lavapiés. Detrás de nosotros se coloca un vehículo de la policía nacional, con la sirena en funcionamiento y lanzado hacia el barrio, probablemente a detener alguna pendencia o a hacer una redada. El lado izquierdo de la acera está protegido con pivotes. El lado derecho está lleno de coches aparcados y de remolques de obras. No hay salida, salvo pisar el acelerador y darse a una carrera alocada que desemboque en la plaza, donde uno se puede echar a un lado para que el coche de la policía siga su camino sin estorbos. Es la primera emoción al entrar en el barrio, el primer delirio, la señal inequívoca de que aquí siempre hay fiesta.
Mis noches vuelven a ser como antes: repletas de alcohólicos y de delincuentes. Mis tardes, también. Baja uno hasta el supermercado y, de paso, ve el comienzo de una gresca. Un borracho sin camiseta, con el pecho y la espalda desnudos, se empuja con otro tipo. Hay dos mujeres enzarzadas entre ellas. Un coche de la policía baja por la calle a todo trapo. Desde casa uno ve el desarrollo de la reyerta, que es algo que hacen todos los vecinos del barrio porque esto no es como la tele, aquí no hay trampa ni cartón, aquí la sangre es real y no hay dolor fingido. Los agentes los separan. Pero da igual. Uno de los hombres, el del torso desnudo, de cráneo afeitado y de unos cuarenta y tantos años, sale corriendo a pegarse con alguien. Un policía desenfunda la porra, pero no casca a nadie, o yo no lo veo. En la plaza hay gente durmiendo encima de los colchones, que habrán sido colonizados por los ácaros y las chinches. Una noche, un borracho arma un escándalo junto a nuestro portal. La vecina de arriba, que tiene que madrugar para ir al tajo y que está harta de pasarse las noches en vela, le grita cuatro improperios. Que deje de molestar. Que se vaya a otra parte. Que algunos madrugamos para ir al trabajo.
Otra vecina te dice que un hombre del barrio, uno que lleva trabajando aquí un montón de años, asegura que, cuando alguien se muda a Lavapiés, los delincuentes de poca monta se quedan con su cara, controlan a quienes viven en el barrio, y entonces estos (o sea nosotros, o sea yo) se convierten en intocables. No se les molesta, no se les roba. En el edificio en el que vivo estuvo alojada, antes de llegar e instalarme aquí, la modelo Cristina Piaget. Me cuentan que, al poco de mudarse al barrio (ahora vive en otra parte, no sé dónde, pero no en Lavapiés), algún desalmado le echó el ojo, pero otro tipo que estaba a su lado le dijo: “A ésa déjala, que es vecina del barrio”. De modo que, si uno es inquilino de la zona, se supone que no le pasa nada. Ahora entiendo por qué no corro peligro, y por qué paseo por las calles principales como si esto fuera una Disneylandia miserable. Otra noche de estas, tras el regreso a la capital, observo dos escenas justo debajo de mi balcón. A mi derecha hay unos moros, unos marroquíes, los que venden costo y hachís en las esquinas, que se empujan, se gritan, se enzarzan, pero nunca llegan a las manos. Siempre son los mismos. Los moros suelen ser de los de mucho ruido y pocas nueces. Prefieren dar patadas a los coches, tirar contenedores, y cosas así. Gestos. A mi izquierda, otros tres moros abren una o dos carteras robadas. Sacan el dinero, echan un vistazo a la documentación y luego lanzan todo (menos la pasta, claro) por una alcantarilla, por donde caerá hacia las cloacas y hacia un destino lleno de ratas, donde sus propietarios jamás podrán encontrar su dni.