En cierta escena de “Death Proof” una mujer pregunta a otra: “¿Tú no veías películas de John Hughes?”, y la segunda responde: “Claro, soy una chica”. Pero en los ochenta no sólo las adolescentes iban a ver las películas de Hughes: también las veíamos y disfrutábamos los hombres (o los chavales, pues por entonces estábamos a medio hacer). Y las vieron directores que, de una u otra manera, le han rendido homenaje: Kevin Smith o Quentin Tarantino serían dos de los más destacados. Además, la influencia del cine ochentero de Hughes se nota en las comedias de adolescentes descerebrados de los noventa. Y he aquí el inconveniente de esta especie de remakes inconfesos: en los guiones de Hughes los protagonistas no eran descerebrados. Porque la gran virtud de este director y guionista fue tomarse en serio a los jóvenes, reflejar sus problemas y sus tristezas, comprender que sus mundos se derrumbaban por no poder llevar a una chica al baile, o por no ser aceptados socialmente en la escuela, o por tener padres que no los comprendían ni hablaban con ellos. Por eso las películas de Hughes, a pesar de la ropa y los peinados que gastan sus actores, hoy siguen funcionando. Sólo recuerdo un filme heredero de su espíritu: “Beautiful Girls”, de Ted Demme.
La crítica las maltrató en su momento. El público fue a verlas para echarse unas risas o porque estaban de moda. En la actualidad son de culto. Las vi en el cine, pero he vuelto a revisarlas para comprobar si habían perdido fuelle o si continuaban enganchándome. Casi todas me han gustado ahora más. Al menos, me he reconocido en esos adolescentes a la deriva. Hay dos facetas bien distintas de John Hughes: cuando dirige o cuando se limita sólo a producir. En sus producciones se nota su mano, su influencia, pero los directores que lo relevan no están a su altura. Basta citar (y me permito nombrar los títulos originales para que el lector lea las horrorosas traducciones) “La chica de rosa” (“Pretty in Pink”), “Una maravilla con clase” (“Some Kind of Wonderful”), “Dos cuñados desenfrenados” (“The Great Outdoors”) o “Solo en casa” (“Home Alone”). Por desgracia, en los noventa Hughes abandonó la dirección.
Pero vayamos con las ocho películas que dirigió. Empezó preocupándole el adolescente que se sentía un ser invisible y no lograba realizar sus sueños: la divertida “16 velas” (“Sixteen Candles”). Luego el adolescente con problemas de identidad, de aceptación, incapaz de encontrar su hueco en una sociedad que gusta de las etiquetas: “El club de los cinco” (“The Breakfast Club”), sin duda su obra maestra. Vino después el chico obsesionado por la mujer, la mujer perfecta que lo encamina a la búsqueda de sí mismo: “La mujer explosiva” (“Weird Science”), parodia gamberra de “Frankenstein”. De ahí pasó al estudiante que hace novillos y aprovecha un día como si fuera el último de su vida, en hábil metáfora del paso del tiempo: “Todo en un día” (“Ferris Bueller’s Day Off”). Ese fue el último paso en su retrato de la adolescencia, porque entonces le preocuparon los problemas del adulto. El trabajador angustiado por la compañía indeseable de uno de esos viajeros que a uno le amargan el trayecto: “Mejor solo que mal acompañado” (“Planes, Trains & Automobiles”). El hombre torturado por la decisión de casarse y tener hijos: “La loca aventura del matrimonio” (“She’s Having a Baby”). El hombre que se relaciona con sus sobrinos: “Solos con nuestro tío” (“Uncle Back”). Y, finalmente, el hombre que asume su paternidad, aunque no sea biológica: “La pequeña pícara” (“Curly Sue”). Si les da por revisar alguna, yo no me perdería “El club de los cinco”. Inolvidable. Fresca y repleta de hallazgos.