sábado, septiembre 01, 2007

Berellín y Llanes

El primer día en Cantabria nos dirigimos a San Vicente de la Barquera, a comer en un pequeño restaurante en el que pedí, de primero, una paella de marisco, porque siempre que estoy cerca de la playa insisto en propinarle al estómago los productos que provengan del mar. No me alojé en la posada de Los Tojos hasta el anochecer, cuando llegamos molidos de juntar el viaje desde Zamora, los cortos paseos por San Vicente y la visita a Llanes, en Asturias. Demasiadas horas de carretera y de caminatas continuas. De camino a Llanes paramos en la playa de Berellín o Barnejo (pues por ambos nombres se la conoce), en Prellezo. La marea estaba baja, así que pudimos andar por entre las calas y los acantilados. Es uno de los rincones más bellos que he visto jamás. Un entorno de vegetación espesa, rocas erosionadas por las olas, arena fina y muy blanca, cavidades que parecen anticipar la entrada a grutas en las que podrían cobijarse esos cofres de corsarios que salen en las novelas de aventuras. Cada pocos pasos se tropieza uno con montones de algas y desperdicios del mar. El hedor a salitre, con marea baja, es bastante fuerte y un poco desagradable. Aquella tarde nos azotó un viento helado y cayeron algunas gotas de lluvia. Hubo que ponerse un jersey. Nada me hubiese gustado más que haberme dado un baño. Cuando nos marchamos de allí la marea empezaba a subir. Fue una tarde de tiempo desapacible.
En Llanes, después de aparcar los coches, fuimos paseando hasta el puerto, en cuya escollera se exhiben “Los Cubos de la Memoria” de Agustín Ibarrola, quien, durante el franquismo, estuvo algunas veces en la cárcel. Más de doscientos bloques de cemento, en los que ha pintado flores y frutas, maletas, hojas de cuaderno caídas, animales, alusiones históricas y, en fin, otros muchos motivos. Las olas rompen contra ellos y los lamen, mientras uno estudia el mar, lo absorbe con la mirada, huele el salitre y nota la brisa en el pelo. Me llamó la atención un cartel en el que advertían que nadie se responsabilizaba de los accidentes ocurridos en el puerto y en el rompeolas. Me llamó la atención que desde allí, desde la escollera, se divisaran un par de rocas que son calcadas o muy parecidas a las que salen en la película “Los Goonies”. Aquellos promontorios que coinciden con los agujeros del medallón de los protagonistas, y que procuran las claves para acceder a un mundo de secretos antiguos, tesoros escondidos y esqueletos de piratas. Esto no es una locura mía: cada amigo que se fijaba en esas grandes rocas, próximas a la orilla, decía lo mismo, o sea, que le recordaban a “Los Goonies”. Cerca de una lonja observamos a las gaviotas devorando las cabezas de pescado que los pescadores cortan y dejan en el agua. Se cebaban primero en los ojos, y luego metían el pico dentro de la cabeza, buscando las partes más blandas.
Nos sentamos, tras el paseo por la escollera, en una terraza, a tomar un café. Como no venía nadie a atendernos, fui hasta la barra. Allí había una muchacha, creo que cubana. Le pregunté, para salir de dudas: “¿Nos toman nota en la terraza o venimos a pedir aquí?”, y ella me dio una de las más extrañas respuestas que haya oído nunca: “No, mejor venís aquí a pedir, ya que aquí está todo”. Cenamos de pie, tapeando, de picoteo, en un par de bares en los que pedimos una tabla de quesos, chorizo a la sidra, patatas con cabrales, anchoas, calamares y, por supuesto, un par de botellas de sidra para acompañar. Aquella noche sopesamos la idea de ir una mañana a Gijón, pero luego lo pensamos con frialdad: son demasiados kilómetros sumando la ida y la vuelta, de Los Tojos a Gijón y de aquí a Los Tojos en el mismo día.