Un par de días en Zamora, mirando a los ojos del futuro. El futuro son los niños recién nacidos o con apenas unos meses de andadura. Dicen que a través de los bebés uno aprende a observar otra vez el mundo. Aprende de nuevo (porque olvidamos con facilidad al convertirnos en adultos) el valor de los sonidos, el hechizo de la música, la importancia de las texturas que palpan las yemas de los dedos, la delicada franja entre la risa y el llanto, pero sobre todo la necesidad de la comunicación y del manejo de la palabra. Los bebés rompen a llorar cuando aún no saben expresar con el lenguaje oral lo que necesitan, lo que quieren. Las palabras vuelven a adquirir importancia en esos años y en esos vistazos al futuro: la máxima ilusión de unos padres siempre llega con la perspectiva de que su hijo pronuncie cuanto antes sus primeras palabras. Palabras que nombren el mundo que hay alrededor. No me digan que ese descubrimiento, ese aprendizaje, no es delicioso. Rodeado de bebés: en hospitales, con la herida del ombligo aún fresca por el reciente corte del cordón umbilical; en la calle, en una terraza de verano sobre la que vuelan las cigüeñas, espantadas por la presencia de turistas, cigüeñas cruzando un cielo románico y azul; en un bar, en el que los ojos de un bebé se abren el doble por la mezcla de caras nuevas y música pop; en una ceremonia de bautizo donde un párroco demuestra su humanidad mediante el humor y el desenfado. Y padres. Porque los tiempos cambian y hoy los hombres también cogen en brazos a sus hijos, les dan el biberón y les cambian los pañales, y esa imagen apasiona a las mujeres, que han logrado que el machismo empiece a agotar sus fórmulas mediante los dos primeros pasos esenciales para exterminar de una vez esa costumbre del macho dominante, o sea, la responsabilidad paterna y el respeto a la mujer.
Dos días cargados de urgencia y de compromisos, sin tiempo ni oportunidad para entrar en Los Herreros, pero sí para una visita al Popanrol. En los escaparates de las tiendas, el anuncio de un concierto de La Sonrisa de Julia, casi a finales de agosto. Y mi promesa de ir a verlos, si logro comprar entradas. En ciertas calles, el polvo asciende desde las aberturas y grietas de las obras típicas de verano, nuestra ciudad levantada por el pico y la pala y las excavadoras, el polvo acumulándose en las botas y en los bajos del pantalón, la posibilidad de tropezarse y caer, el engorro de las vallas. Un necesario vistazo al río y a sus puentes y a sus luces en la noche desde un viejo mirador. Rumores de agua, música de fados al fondo, serenidad nocturna, majestuosa postal de verano. Por cada rincón, gente de boda, de bautizo, de despedida de soltero. Trajes, corbatas, chaqués, zapatos que brillan como las aguas de un lago.
Un cansancio brutal pesa en los hombros y amenaza los pies y las rodillas durante esa estancia. En las conversaciones con colegas sale a relucir nuestro paso fugaz por León. Y uno repara en por qué sigue cansado desde entonces: en nuestro sábado en aquella ciudad afrontamos una juerga de más de quince horas. Eso pasa factura. Aún con el cansancio pegado a los talones, en mi tierra no falto a las citas: el domingo regreso a casa al amanecer, tras las celebraciones del sábado por la noche. Es de día, y por la calle sólo quedan los trabajadores del alba: barrenderos, repartidores de periódicos, taxistas afrontando los últimos minutos de su turno. Regreso feliz, tras una cena en una casa rural que ofrecía un paisaje exquisito de aguas, árboles, colinas y cielos despejados. Pero, sobre todo, la compañía, agradable y necesaria. Sin compañía, la naturaleza pierde un poco su sentido.