Sentimiento de felicidad al estar de visita en dos casas antiguas, de construcción recia, sólidas como los lazos familiares, dos casas donde se arrumban los objetos de antaño y la iconografía religiosa. Dos casas como dos castillos, restauradas hace poco por amigos, que son los que me invitan a visitarlas, en tierras salmantinas. Dos hogares que me recuerdan al edificio que habitaron mis abuelos junto al río Duero, donde hubo una carpintería en la que mi abuelo construyó para nosotros arcos y flechas y espadas de madera con las que combatir a los fantasmas de nuestra imaginación infantil, entre el olor a viruta y a telaraña.
Atravesamos habitaciones cuya visión nos deja atónitos. Parece que ambas casas estuvieran construidas con murallas. En las camas de barrotes de hierro hay colchones de pluma. En el suelo, esos orinales antiguos de loza en los que nuestros antepasados orinaban en plena noche para no peregrinar hasta el cuarto de baño (si lo tenían) o hasta el rincón del huerto donde hacían sus aguas mayores y menores. En las paredes veo, colgados, los viejos braseros para calentar camas. El calientacamas se parece a un banjo, con su mango y su caja para rellenarla de brasas y pasarla por entre las sábanas. De hecho, crecí en un sitio en el que había un calientacamas de adorno sujeto a un clavo de la pared y, en la infancia, con esa ingenuidad fabulosa que padecen los niños, pensaba que era un banjo en desuso. Hay aparadores, bancos y mesas, candelabros, una escopeta, sierras y cepillos para pulir la madera, chimeneas donde crepitan las brasas sobre las que se va a asar la carne y la panceta, atizadores y tijeras y otros instrumentos que ya ingresaron en el olvido y cuyos nombres intento aprender y un rato después no logro recordar. En algunos cuartos cuelgan del techo las mejores lámparas del mundo: salchichones, chorizos, lomos y patas de jamón serrano. Se están terminando de curar y atufan las paredes con un olor denso, rural y muy alimenticio. En las paredes de los dormitorios vemos esa iconografía propia de las abuelas creyentes: crucifijos, biblias, grabados que representan pasajes de los evangelios, cuadros tenebrosos en los que se anuncian milagros o martirios y que logran que uno se estremezca, rosarios de cuentas gordísimas. Apoyada en una pared, la calavera de una vaca. Le hacemos fotos. Vislumbro rincones repletos de fotografías en blanco y negro de personas que no conozco, y pinturas en las que han retratado a dignos y honorables antepasados. Paseo la vista por tantas cosas y objetos y muebles del pasado que soy incapaz, ahora, de recordarlas todas y ponerlas aquí juntas, en una lista que a uno le gustaría que fuese exhaustiva. El paseo por los dos hogares, reconstruidos y perfeccionados, nos llena de gozo. Muchas de las herramientas y de los aparatos ya no sirven, o no se utilizan, pero nos empujan a una época en la que los hombres y las mujeres eran más duros, se sostenían con una fortaleza envidiable. Sobrevivían.
La casa de mis abuelos, allá junto al Duero, me daba miedo cuando era un chiquillo y se cernían las sombras de la noche. La angustia sobrevenía entonces, en la penumbra, cuando dormíamos allí y nos costaba un esfuerzo heroico abandonar la calidez de las sábanas rígidas para ir a echar una meada, al otro lado de la casa. Tras la visita a las dependencias, comemos carne y ensalada y bebemos agua recién extraída de un pozo. Es un agua demasiado insípida, que no quita la sed, pero que resulta deliciosa. No como el agua corriente de nuestras casas, que sabe a hierro y no es pura. Aquí, entre estos muros, uno se siente reconfortado.