Ya me gustaría que hubiera una verbena el sábado por la noche en la plaza junto a la que vivo. Así no la habría un sábado por la mañana. Sería lo normal. Pero no, aquí es al revés. El viernes fui a una fiesta de cumpleaños en Canillejas y me acosté tarde, de madrugada, tras meternos en un taxi para regresar a casa. El sábado por la mañana me despertó un tío tocando la batería. No lo hacía mal, pero rondarían las once y yo había dormido muy poco. No puedo quejarme: a esa hora se pueden hacer esos ruidos y unos cuantos más y, como decía alguien con quien compartí piso de estudiantes, “a esa hora ya han pasado las burras de la leche”. No pude seguir durmiendo. Tampoco podía dormir mucho más, porque los mismos que me invitaron al cumpleaños del viernes me invitaron a comer en su casa el sábado. Y me esperaba un trecho hasta Canillejas.
Al pisar la plaza pude comprobar que la batería sonaba porque varios músicos jóvenes tocaban allí. No era un acto que hubieran preparado ellos solos, porque había un equipo de sonido y pancartas que anunciaban el evento. “Vive el barrio” o algo así. No encontré ni rastro del nombre del grupo, y me parecieron bastante buenos en el par de minutos que estuve de pie, junto al kiosco, viéndoles tocar. Aunque en realidad miento: no me detuve sólo a verlos tocar, sino a ver cómo bailaban tres de los alcohólicos de la plaza. Uno peinaba canas y usaba gafas. Otro se había despojado de la camiseta. El tercero, sin dientes y con el pelo muy graso, tuvo un gesto emotivo: cogió un globo que había por ahí y, con una reverencia, se lo dio a una niña que estaba en brazos de su padre, viendo el espectáculo. La escena del baile era lamentable y agradecí, como agradezco cada día que paso por la plaza, no ser alcohólico. Es una vida durísima, llena de sufridores metidos en un pozo o en el infierno. Atrás dejé el concierto. Dormí poco, pero es que aquí, en verano, es casi imposible dormir del tirón. Una noche, un martes o así, se enzarzaron dos tíos en una pelea. Un perro se puso a aullar al oírlos. Al perro lo imitaron los chuchos de la plaza y de los balcones de la calle. Estuvieron un rato aullando a la luna. Se me hizo eterno. Otra noche, hace poco, oí otra gresca. El primer verano que pasé aquí me levantaba siempre de la cama para ver qué ocurría. Ahora me basta con el oído. Lo afinas y te imaginas la escena.
Algunas mañanas, cuando ya estoy en pie y me asomo a la calle a saludar al nuevo día, uno de los alcohólicos suele tener una crisis. Nunca lo veo, pero lo oigo, y supongo que sus lamentos despiertan a quienes no madrugan. “¡Esto es una mierda!”, dice. “¡Esto es una puta mierda! ¡Ya estoy harto! ¡Mierda!” Es muy triste. El sol alumbra las calles, los pájaros cantan, las palomas dan garbeos por las aceras, la gente va a comprar el pan y el periódico, y al fondo hay un tipo harto de la vida y de la esclavitud que le impone la botella. Antes de ayer soporté una mañana prolífica en ruidos. Los hindúes hacinados enfrente, por lo general silenciosos, tuvieron una disputa doméstica. Con la ventana abierta, se dedicaron a gritar durante horas. Toda la mañana y parte de la tarde. Casi me vuelven loco. Los vecinos tocaron el timbre, protestando. Me costó concentrarme en la escritura. Y, desde que empecé este artículo, un camión mete ruido porque está limpiando las alcantarillas. Es un ruido insoportable. España es demasiado ruidosa. Te fatiga. Dice un amigo mío que observo los detalles de mi barrio como si fuera una aventura. Sí: son una aventura. La aventura de vivir. Del bullicio, de lo que oyes y hueles, de lo que miras y soportas, de lo que gustas y tocas. De lo cercano. Lo que tienes a tu alrededor es lo que vale.