Acabo de descubrir que no sólo mi cara y mi edad se acercan a la vejez: también mi voz. Por teléfono, una señorita me llama para solucionar, de una vez por todas, la confusión de un pedido de la Casa del Libro. Tras comprobar que los datos postales son correctos, me dice: “¿De acuerdo, señor?” Señor. Por teléfono ya sueno a señor. Ay.
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