Este último sábado, Arrebato Libros organizó en Madrid un festival poético: “2007 poetas por km2”. Los actos de la tarde arrancaban a las cinco y terminaban a la una de la madrugada. Pero a mí sólo me interesaba la lectura de David González, embarcado durante la semana en un agotador programa de actos en Gijón, Guadalajara, Valencia, Illescas y Madrid. Como no era mi intención meterme ocho horas en un local, le pregunté cuándo era su turno. Me dijo que alrededor de las ocho menos diez de la tarde. Así que fui a las siete y cuarto. Un lugar céntrico: un amplio local de la agencia de publicidad Delvico, situado en la Calle de la Palma, al lado de San Andrés, cerca del Penta; o sea, en Malasaña. En la puerta cobraban entrada con derecho a consumición: agua, una caña o un refresco. Tras pagar cinco euros en el mostrador, vi una mesa en la que vendían libros de las editoriales implicadas en el evento. Compré un antiguo poemario de David, “Anda, hombre, levántate de ti”, con el que nunca había tenido la oportunidad de tropezar en las librerías. Luego me lo firmó.
Antes de la lectura, y mientras hacíamos tiempo, le pregunté a uno de los encargados de la puerta si podíamos salir a la calle con el vaso de cerveza en la mano, a tomar el aire. Me dijo que no. “Lo siento, con la bebida no se puede salir: están los pitufos ahí fuera”. Se refería a la policía, por si queda alguien que no haya captado la idea. A pesar de ser las siete de la tarde, Malasaña parecía tomada por los controles, como si estuviéramos en un estado policial. A mí esto me parece exagerado. La noche anterior habíamos ido a tomar una cerveza a un bar de la Plaza del Dos de Mayo, repleta de terrazas y buen ambiente, y conté más de diez furgones policiales. En la entrada a la plaza dos polis registraban las mochilas y los macutos, como si estuviéramos en el aeropuerto. ¿Tenemos que soportar esto? Incluso registraron el bolso de un hombre de pelo blanco, como si fuera a hacer botellón o a meterse en una de las manifestaciones que estaban programadas para ese día. Me parece perfecto que controlen el barrio, pero mientras un ejército policial vigila que los chavales no beban en Malasaña, en otras zonas de la ciudad hay atracos, violencia callejera, reyertas y problemas originados por el tráfico de narcóticos, el alcoholismo y la drogodependencia.
Pero volvamos a David González. Había bastante público en la sala, y él subió con unos cuantos de sus libros en la mano. Cogió el micrófono y, antes de leer, dijo que solía empezar con un breve poema en alusión al antiguo Papa y a su sucesor. Un comentario sobre ambos y el poema recitado de memoria lograron que dos marujas salieran de estampida, con cara de susto y una de ellas diciendo en voz baja: “No tengo por qué aguantar esta mierda”. Aún me pregunto por qué esta clase de señoras acuden a actos de cuyo argumento no tienen ni idea. D. G., como siempre, metió el dedo en la llaga mediante sus poemas, sus palabras, sus piedras. No quiso leer nada de su nuevo libro, “Algo que declarar”, porque el editor no había llevado ejemplares al local. Lo entiendo y lo aplaudo; yo mismo lo he sufrido alguna vez: carece de sentido presentar un libro que los espectadores no pueden comprar en el acto. Y David no se calla. Leyó con nervio, con garra, con furia, con su voz rota que arrastra los cadáveres del presidio, la enfermedad y la insolvencia económica. Enganchó al público. Al concluir, nos invitó a una cerveza en la barra. Mientras charlábamos, hombres y mujeres se acercaron a decirle lo mucho que les habían gustado los poemas y su manera de recitar. Su lectura fue, como es habitual, un vendaval de ideas y palabras.