Este fin de semana subimos a un par de aviones. Uno para la ida y otro para la vuelta. Antes de comenzar el primer vuelo, mientras los pasajeros buscaban el sitio asignado, una joven pareja y su novio comprobaron que el asiento de ella tenía idéntico número y letra que el de un señor. Estaban a mi izquierda, justo al otro lado del pasillo, y pude oír su diálogo. La chica dijo: “Este es mi asiento. Tenemos el mismo número”. Aún no sé si su sorpresa era auténtica o impostada. Entonces se acercó una azafata en cuanto vio que no se aclaraban. Pidió los billetes. Los leyó. Y le dijo a la pareja: “Estos billetes son para el día cinco de mayo. Hoy es día cuatro. Son para el vuelo de mañana a esta misma hora”. En seguida les propuso que se sentaran en unas butacas libres (las que había detrás de nosotros). Luego anunció que iba a informar del equívoco al resto de la tripulación y que, si quedaban sitios vacíos una vez hubiera embarcado todo el mundo, procuraría ubicarlos. La azafata parecía dispuesta a ayudar, a solucionar el problema evitando que se quedasen en tierra hasta el sábado. Unos minutos después apareció otra azafata, quizá más dura o menos crédula, y los acusó de haberse intentado colar en el avión. Dado que sus billetes no eran para aquel día, les pidió que lo abandonaran. Una azafata creyó que se habían equivocado con la fecha y la otra creyó que querían adelantar un día el viaje. Poli bueno, poli malo. Nosotros no supimos la verdad. En cualquier caso, los billetes no eran para esa tarde.
En el vuelo de regreso, delante de nosotros, justo en la puerta de embarque para Madrid, había una familia numerosa. El padre, la madre y unos tres niños, o así. En el pasillo para embarcar pedían a los pasajeros varias veces el billete y el pasaporte o el carnet de identidad. Primero, una chica. Dos metros más adelante, un hombre muy alto, negro y uniformado, y una mujer morena que, tras pasarle su colega los tickets cortados, realizaba las pertinentes comprobaciones en el ordenador. Cuando la familia hubo pasado y llegaba nuestro turno, la chica morena empezó a alarmarse. Volvió a repasar los resguardos, les dijo algo en francés a otros tres tipos que estaban junto a esa puerta de embarque y se fue corriendo al interior del avión. Hasta que no sacaron a la familia, que llevaba un cochecito de bebé, no pudimos entrar. Al parecer, estos pasajeros con niños debían coger el vuelo hacia Barcelona, y se habían equivocado de puerta de embarque y de avión. No sé si lo perdieron. Me parece que el vuelo a Barcelona salía un rato antes que el nuestro. Es probable que, por torpeza, se quedaran en tierra. Ignoro si solucionaron la papeleta.
Estas dos anécdotas, correspondientes a los viajes de ida y vuelta, nos empujan a hacernos unas cuantas preguntas. Primero: el despiste de la gente, capaz de confundirse de fecha y de avión. ¿Tan difícil es fijarse en los paneles y las pantallas de aviso? ¿Les cuesta tanto preguntar o, si no manejan el mismo idioma, enseñar el billete para que les aclaren dónde deben ir? Segundo: el morro de la gente, si nos ponemos de parte de la segunda azafata del primer vuelo, que creyó que la pareja se había colado. ¿Es posible confundirse de fecha? ¿Tan desesperados estaban como para intentar colarse, después del calvario de controles que hay que pasar en los aeropuertos? ¿De verdad merecía la pena? Tercero: desde que uno entra en la terminal, le piden el billete y la documentación unas cuatro o cinco veces, dependiendo de la compañía. A pesar de las continuas medidas de seguridad, ¿cómo es posible que adviertan tan tarde que un tío se ha confundido, cuando el avión va a despegar, tras el embarque?