Me resulta imposible resumir cuanto mis retinas se han llevado de esta ciudad inolvidable. Ernest Hemingway, a quien citábamos ayer, escribió: “Si tienes la suerte de haber vivido en París cuando joven, luego París te acompañará, vayas a donde vayas, todo el resto de tu vida, ya que París es una fiesta que nos sigue”. Aquel viejo barbudo tenía razón: si uno cae bajo su hechizo, jamás se desprende del mismo.
Nos alojamos en un hotel próximo al Palacio de la Ópera, un edificio que, como tantos otros, le deja a uno boquiabierto. Desde la Plaza de la Concordia hasta el Arco del Triunfo disfruté de un paseo flanqueado por árboles y jardines: los Campos Elíseos. Allí aman los espacios verdes; al contrario que en España, donde son víctimas de las escavadoras, de la especulación y de las decisiones de los políticos municipales. De camino hice una foto a la estatua de Charles de Gaulle, que en mi memoria cinéfila siempre será el presidente al que quería asesinar “El Chacal”: no el de Bruce Willis, sino el de Edward Fox. A pesar de mi miedo a las alturas, fui capaz de subir al Arco del Triunfo y admirar las espléndidas vistas. Las calles confluyen en este punto y por eso, me dijeron, el panorama es mejor que el de la Torre Eiffel. Abajo estaba la tumba del soldado desconocido, con ramos de flores y una llama que nunca permiten que se apague. Desde allá arriba observamos cómo colgaba una suave bruma sobre los techos de la ciudad que, acaso, sólo eran jirones de un día nublado. Desde varios puntos de París se ve la Torre Eiffel, pero uno no se asombra hasta tenerla cerca, en el primer encuentro desde el Palacio de Chaillot, cuando la divisa entera: es un puñetazo de belleza y majestuosidad, que magnifica la sensación que uno esperaba hallar. Una mole de hierro que, señalando hacia las nubes, parece decirnos: “De París al cielo”. Las colas para subir a la Torre eran tan largas que desistimos del empeño, y me alegré, porque es un punto demasiado alto para que mi vértigo pueda soportarlo. Por allí deambulaban los turistas, los soldados, las rumanas preguntando si hablábamos inglés, los vendedores negros con souvenirs colgando de los brazos. Antes de caminar bajo sus cuatro puntos de apoyo recordé la escena de “Todos dicen I Love You”, donde Woody Allen y Goldie Hawn bailan junto al Sena. Y recordé tantos filmes que su enumeración ocuparía varios folios: “Charada”, “Antes de atardecer”, “Frenético”, “Henry & June”…
Tantos y tantos nombres y lugares: el Paseo de Marte, “Paz” escrito en múltiples idiomas, la Academia Militar con un orgulloso Napoleón, el Hotel de los Inválidos (en cuyos jardines un gato negro acudió a mi llamada y quiso seguirme por la acera), la Asamblea Nacional, el Barrio Latino, la Sorbona, la Catedral de Notre-Dame con sus locos y sus palomas y sus siniestras gárgolas, la Plaza Pigalle y sus sex shops, sus discotecas y su atmósfera decadente de erotismo y pornografía, el Moulin Rouge, el Cementerio de Montmartre al que me asomé para ver a un felino que velaba las tumbas, el templo del Sagrado Corazón por cuyas alrededores merodean los tahúres, los sablistas y los mercaderes ambulantes, los puestos de libros viejos y grabados en ambas orillas del río, los pasajes cubiertos (repletos de restaurantes, cafés, almonedas, librerías de viejo, tiendas de cine, pequeños museos, locales donde venden miniaturas y figurillas de coleccionista), el Museo del Louvre con su lujo y su grandeza y las estatuas que representan a Rabelais, Descartes, Richelieu, Perrault y muchos otros, y las pirámides de vidrio que aúnan el pasado y el presente, lo antiguo y lo moderno. Uno de esos viajes inolvidables, junto a la mejor compañía que uno pueda desear.