Todo cuanto hayan oído acerca de París se queda corto. Ninguna cámara es capaz de capturar por completo el aire y la luz y la sombra de las ciudades, y menos aún de ésta. Quizá sólo estén a la altura las palabras. “París era una fiesta”, dijo Ernest Hemingway, y definió el alma jubilosa de la ciudad. “Siempre nos quedará París”, pronunció Rick Blaine en “Casablanca”, definiendo así el amor y el recuerdo y esas calles y bulevares por los que pasean los amantes cogidos de la mano y donde las parejas se besan en las terrazas, tras saborear un café con leche o una cerveza a presión. Siempre quedará París: es cierto. Les quedará para siempre en la memoria a quienes lo visitaron y les quedará a esas parejas rotas que un día se prometieron ir allá y nunca fueron. Siempre queda como una huella en el recuerdo o como una cuenta pendiente. Da igual que uno no conozca otros lugares, pero París, Londres, Berlín, Roma o Nueva York suponen una visita obligatoria si uno quiere saber lo que es el mundo. Yo voy visitándolas poco a poco. Las disfruto a sorbos rápidos y breves.
París nos acogió en un fin de semana nublado durante los dos primeros días y soleado el tercero. Jornada de reflexión y de elecciones, y disturbios y enfrentamientos contra la policía cuando nosotros ya estábamos en el avión, rumbo a casa. Llegamos de noche, así que lo primero que probé fue su gastronomía, exquisita, y su hospitalidad, de mano de camareros que sabían hablar español en el restaurante. Mientras en España vamos a la cola de los idiomas, en Francia van a la cabeza: un tipo detrás de la barra de un café habla español con los viajeros y además se alegra de hacerlo y sonríe. Aún nos queda mucho que aprender de los franceses. Aprender de su educación, de su limpieza urbana, de su madurez, del extraordinario trazado de sus ciudades, del respeto por los árboles y los jardines, de su orgullo por la bandera, de su proteccionismo frente a la industria cinematográfica. Me sorprendieron gratamente las mañanas de París: en las calles flota un nutritivo olor a pan recién hecho y a cruasán. Allí, en sus cafés, le sirven a uno los mejores cruasanes que he probado en la vida: el tamaño perfecto, la textura perfecta, el sabor perfecto. Cada café, con sus terrazas y sus toldos y sus veladores, es una delicia. No parecen cafeterías, sino rincones del paraíso. Limpios, agradables, hermosos. Todo lo que nos contaron en las películas y en los libros es cierto: por sus bulevares pasean las parejas, o se dan arrumacos a orillas del Sena, o se cogen de la mano en los veladores. En las aceras, en las plazas, en los parques, en los puentes, escucha uno música y se tropieza con sus intérpretes: una chica con gorra francesa tocando el violín, un viejo negro dándole al contrabajo sobre el Sena, un hombre manejando el acordeón, un individuo paseando sus manos por un arpa. No faltan esos hombres que, quizá, son poetas o pintores, y que desperdiciaron su talento malviviendo entre la pobreza y las tabernas: tipos con largas barbas y melenas canas, con puros en los labios y sombreros en la cabeza y aspecto solitario y rebelde.
De las pastelerías sale un aroma que congrega colas de ciudadanos que van a comprar tartas o barras de pan. Los tejados y sus chimeneas recuerdan a numerosas escenas de películas y le hacen a uno pensar en la bohemia, el hambre y el amor. Por todas partes se ven librerías, monumentos y estatuas, pero también abundan las joyerías para los multimillonarios y los servicios públicos para que los ancianos se alivien la vejiga. Abundan los espacios verdes y los espacios abiertos. La ciudad y sus edificios nunca agobian. París se abre como una flor y uno liba de ella.