Internet, una de las herramientas más revolucionarias de los últimos tiempos, es sin embargo, para mucha gente, como un enigmático agujero negro. Se les escapa. Una herramienta cuyo alcance no logran entender, igual que yo no comprendo los misterios de su funcionamiento. Hagan la prueba: pongan ante su ordenador a alguien de setenta u ochenta años, conéctenlo a la red y terminará entre fascinado y receloso en cuanto le enseñen a navegar y disfrute del amplio grupo de posibilidades que ofrece. Se asombrará todavía más si quien le enseña es algún niño, su nieto por ejemplo, porque los niños saben ya navegar incluso antes de pronunciar sus primeras palabras. Nacen con una mano en el teclado y otra en el teléfono móvil. He conocido a adultos que, en principio, renegaban de la red como si fuese un demonio envuelto en los ropajes de los números, las letras, los vídeos y las fotografías. Pero luego, cuando alguien los guiaba, y aprendían a leer la prensa, a buscar documentos del tiempo de su infancia, a visitar museos en países remotos a los que nunca han viajado (pero que la visita virtual tal vez estimule para una próxima escapada), a escribirse veloces correos con otros usuarios, a consultar un dato en la hemeroteca, o a comprar cierto artículo que no vendían en su ciudad, entonces sí, entonces veneraban la red. Aprendían a verla tal como es: una biblioteca infinita que nos desborda, un monstruo de información que recorre mundos paralelos que no pisaremos jamás.
A un experto sobre “Arquitectura de la información”, Peter Morville, que acaba de estar en Barcelona, le preguntaron en una entrevista si sabía cuántos millones de páginas web hay en internet, y el hombre respondió que nadie lo sabía. Los buscadores de información rastrean, igual que sabuesos en el campo, “entre miles de millones de páginas”, pero aún debíamos tener en cuenta la red invisible, es decir, las bases de datos que aún necesitan registro, a las que aún no pueden acceder los buscadores. El cometido de este hombre, según contó en “La Vanguardia”, era el siguiente: “Me dedico a organizar la información y estructurarla de manera que la gente que consulte una web pueda encontrar fácilmente lo que está buscando”. Ya sé que, a quienes trabajan a diario con ordenadores y navegan unas cuantas horas al día, todo esto les sonará a obvio. Pero lo aclaro porque existen aún muchísimos ciudadanos que ni siquiera saben qué es una página web. Lo he comprobado con algunos familiares cuando les digo que, en internet, tengo un portal, y una bitácora, o que he publicado ciertos textos sólo accesibles en línea; sus miradas revelan que no saben de lo que hablo, que les suena a chino. Este experto que he citado, Morville, apunta que, en el futuro, será muy importante “ser accesible y localizable” en la red.
Cuando miro a la sociedad digital de información de nuestro país, y en concreto de mi ciudad, confirmo que la cosa va lenta y aún queda mucho camino por recorrer. Prefiero darles ejemplos concretos. Piensen en un tipo como yo, que vive alejado de su provincia, pero que a menudo consulta datos relativos a ella. Necesita saber qué libros se venden en las librerías zamoranas, y qué páginas antiguas podría consultar de este periódico sin moverse de casa, y a qué archivos de nuestras bibliotecas puede acceder. Sería deseable que pudiéramos leer on-line un viejo diario de hace cincuenta años. Por ejemplo. Hacia ahí debe ir la digitalización de hemerotecas y la recopilación de bases de datos. A que cada emigrante pueda acceder a esa información necesaria sin tener que viajar a su tierra. Hacia un flujo libre de datos.