viernes, mayo 04, 2007

En Malasaña

No pisaba el barrio de Malasaña desde hacía tiempo, tal vez unos meses. La casualidad quiso que estuviera por allí la primera noche de las dos en las que se produjeron disturbios y altercados entre la policía y los jóvenes. La noche del lunes. Estuvimos unas tres horas en Malasaña, en tres bares. Los garitos no estaban llenos, probablemente a causa de la cantidad de gente que aprovechó el puente para salir de la ciudad. En la Plaza del Dos de Mayo, como es habitual, sólo había furgones de policía, para impedir el botellón. Suelen estar allí en fin de semana y en vísperas de fiestas. En la plaza no había gente bebiendo, renunciaron a ello en cuanto pusieron vigilancia en Dos de Mayo. Sin embargo, el botellón estaba ramificado por las calles del barrio. En cada acera había pequeños grupos de gente con litronas y botellas. Parecía gente tranquila. Estaban bebiendo apoyados en la pared, exactamente como cuando uno se toma una cerveza en un garito y sale a la puerta, para tomar aire y ver la calle.
Al abandonar el tercer local, el Penta, que está en San Andrés, y decidir que saldríamos de Malasaña, observamos a un grupo de policías que pasaban corriendo por una de las calles que cortan San Andrés. Me asomé a la esquina. Al fondo, hacia donde se dirigían, se notaba jaleo. Un enjambre de sirenas vestía la noche de inquietud. Pensando que sería alguna pendencia aislada, algo frecuente en la madrugada madrileña, rica en violencia y en detenciones, continuamos a lo nuestro, es decir, charlando mientras caminábamos, despacio, por San Andrés hacia arriba, para salir hacia Fuencarral. Por ese extremo de la calle aparecieron de nuevo los policías, con la porra en la mano. Una fila de agentes que parecía cerrar el paso, en principio. A esas alturas de San Andrés sólo estábamos nosotros y ellos. En el ambiente ya se notaba la tensión. Detrás de nosotros, cerca de la puerta del Penta, algunos chavales empezaron a volcar contenedores y a romper botellas. Es decir: la bronca llevaba un rato montada, pero nosotros no lo sabíamos. En estas historias callejeras de disturbios, no hay peor actitud que la de parecer sospechoso. Si corres, si muestras miedo, si te apartas con respeto, si intentas hablar con la policía, lo más seguro es que te lleves una somanta de palos. Así que, mientras nos acercábamos a la barrera policial, comenté algo de este pelo a mis amigos: “Tranquilos, pasemos despacio, por en medio, con calma”. Porque con nosotros no iba el negocio, y creo que ellos lo entendieron porque ningún poli nos molestó, nadie nos dijo nada, pasamos entre la barrera y salimos a Fuencarral. Allí vimos furgones de policía y del Samur, un par de muchachos que se quejaban de un golpe en la cabeza, gente corriendo por aquí y por allá. Decidimos irnos a casa, y no supe más porque cogí un taxi para abreviar el camino. Al día siguiente leí en la prensa la que se había armado: contenedores quemados, porrazos a mansalva, botellas volando, heridos, basura por los suelos… La policía quiso impedir el botellón.
Es imposible analizar estos incidentes como si fuera una película de buenos y malos. Entre los jóvenes había gente pacífica, que salía de los bares, como nosotros (pudimos llevarnos una dosis de porra en los riñones, pero no hubo tal), pero también gañanes dispuestos a arrasar. Entre los policías, tampoco lo duden, habrá salvajes capaces de aporrear hasta a las viejas, pero también individuos que sólo cazan a los que corren. A nosotros, insisto, no nos tocaron. Por cierto: esa noche tomé tres copas y tuve resaca al día siguiente. Moraleja: en algún garito nos sirvieron garrafón. Por eso no condeno los botellones. Los botellones pacíficos, claro. Sin violentos.