Uno de los lugares más emblemáticos de París, un sitio que estaba deseando visitar por la historia y la literatura que ha ido acopiando, es sin duda la Place du Tertre, o sea, la plaza de los pintores, en la cima de Montmartre, en la colina a la que uno sube caminando por empinadas calles y por escaleras que recalientan los pies y donde cada pocos pasos se detiene a contemplar una placa, una fachada o un huerto verde y frondoso. En la plaza vi un ambiente abigarrado de turistas, paseantes, ociosos y pintores. Apenas hay espacio entre los tenderetes o puestos de cada pintor. Allí, sentados en banquetas, pintan sus cuadros, sus retratos y sus acuarelas delante del público. Lo difícil, como en toda plaza de pintores que se precie, es identificar al impostor del artista auténtico. Aquel espacio estaba abarrotado de hombres a los que hubiera querido fotografiar: tipos con sombreros y unas barbas kilométricas, como sábanas de algodón; individuos que parecían haberse escapado de un museo; jetas de aspecto patibulario que perseguían a los turistas para hacerles el retrato al minuto; individuos solitarios, sentados en las terrazas de los cafés, que parecían extraviados, no perdidos en la ciudad o en ese barrio, sino extraviados en su interior. Cerca de allí nos metimos por una callejuela para observar las vistas de París: un hombre ascendía por la cuesta ayudándose de dos bastones para esquiar. Cosas como ésta, insólitas y perturbadoras, sólo suelen encontrarse en las grandes urbes. La Place du Tertre, por otro lado, es una conglomerado de pequeños restaurantes y tiendas de souvenirs, donde venden camisetas, grabados y reproducciones típicamente parisinas. Si no fuera por ese mercadeo, todo olería a bohemia, a soledad, a tío que se va a sentarse a emborronar un lienzo con un carboncillo o a pergeñar unos poemas en un cuaderno sucio y barato mientras se desayuna un “café au lait”. Uno de esos sitios que a mí me gustan.
En cuanto a los puestos de libros de las orillas del Sena, en los que también exponen revistas antiguas, discos añejos, fotografías, postales y otras reliquias, apenas me detuve a observarlos. Sólo eché un vistazo a algunos títulos, sin tocarlos. Estaban escritos en francés, así que no me molesté en abrirlos. Pero me congratuló ver que los nombres de algunas portadas añadían calidad a la estampa: Henry Miller, André Malraux, Albert Camus, Louis-Ferdinand Céline, etcétera. Los vendedores (creo que los llaman “bouquinistes”) también poseen el mismo aspecto antiguo, milenario, de sus libros, y es posible que le reprendan a uno si alarga la mano para tocar la portada de un disco viejo de The Rolling Stones. La vista y el paseo son grandiosos: si uno se harta de ver libros, sólo tiene que buscar un hueco y acodarse en el pretil que bordea el río y contemplar el Sena, la otra orilla o los numerosos barcos que surcan las aguas y pasan bajo puentes magníficos, como el Pont Neuf.
Un tercer lugar acogedor, y distinto a lo que suelen pregonar las guías de viaje al uso y las visitas guiadas, son los pasajes cubiertos de Montmartre. Una red de galerías de comercio. Pero no se trata de las modernas e impersonales galerías que conocemos, las que construyen en nuestras ciudades y luego duran dos días porque nadie compra allí y los comerciantes se ven obligados a cerrar el negocio. No, aquí predomina una atmósfera especial. La decoración (los relojes, los techos, las lámparas) data de otros siglos, y se huele el polvo de las reliquias. Sólo una ciudad así es capaz de mezclar los cementerios, las galerías, los bistrots, las brasseries, los parques, las pirámides y los monumentos y, encima, mezclarlos con acierto, audacia y belleza.