Entré en mi ciudad el viernes por la noche, tras un viaje apacible y, para nuestra sorpresa, sin atascos ni incidentes. Todo el miedo que nos habían metido en el cuerpo se esfumó: salimos a las seis y media de la tarde y supongo que, para entonces, media capital ya había llegado a su destino. Desde que estoy aquí he oído la misma pregunta varias veces: “¿Te quedas en Zamora toda la Semana Santa?” Mi respuesta suele comenzar de este modo: “Por supuesto”. Desde que tengo memoria nunca he faltado un día de la ciudad en estas fechas. Cuando otros se iban de excursión, yo me quedaba. Cuando otros aprovechaban las vacaciones para ir a la playa, también me quedaba. Cuando vivía aquí, no quería marcharme en Semana Santa; y, desde que vivo fuera, me apresuro a volver el Viernes de Dolores. Me gustan el ambiente, las tradiciones, el reencuentro, los desfiles. Me disgusta, sin embargo, esa crispación que se ha ido extendiendo por la ciudad como un veneno; proliferan los bandos y se reabren los viejos debates entre la fe y el folclore. Desde mi punto de vista, unos y otros se necesitan. Basta ya de crispación: que cada cual sea libre para disfrutar como le venga en gana, y siempre, por supuesto, respetando al prójimo. Que los apasionados de la Semana Santa respeten a quienes no ven las procesiones. Y que estos últimos respeten a los primeros y no entorpezcan su tradición.
Otra de las frases que estos días escucho a menudo, en los bares, es la siguiente: “Esto no lo escribas en el periódico”, me dicen. Se refieren a escenas que uno presencia y a anécdotas que a uno le cuentan. Cumplo mi promesa de no escribirlas ni contarlas por ahí, pero ambos sabemos que no podré resistirme a mencionar la advertencia. Pero surge una duda y queda en el aire, y me hago la pregunta: “¿Realmente quienes me piden que no cuente algo están convencidos de no querer que lo escriba?” Al final poco importa: lo que importa es que aún quedan varias personas que confían en mí.
Una vez en la ciudad, y tras dejar las maletas en casa, salí a la calle. La Semana Santa hay que vivirla, palparla, olfatearla, pateándose las aceras, viendo procesiones, entrando en los bares. Después de dos meses sin venir, tenía ganas de hacer varias visitas a los garitos. En primer lugar: el Avalon, el Popanrol, La Cueva del Jazz y el viejo Kaos, que ahora se llama Parklife. Nos dijo una amiga que muchos de sus conocidos madrileños han visitado La Cueva. Me fascina que, en las conversaciones propias de los trabajadores de Madrid, quienes viven allí conozcan las bodegas de El Perdigón, La Cueva del Jazz y los Herreros. En el Popanrol compré la nueva maqueta de Miescondite, aunque mientras escribo estas líneas aún no he podido oírla. Se titula “Playas heladas” y contiene cinco temas. Como he dicho, acudí también al Parklife. No lo conocía aún. Tiene nuevo aspecto, otro nombre y otros dueños. Y me sigue entusiasmando. Llámese Kaos, Popanrol o Parklife, el viejo garito no pierde su encanto. Es un refugio, un templo, una visita obligada. Cada vez que cambia de manos, el bar parece completamente distinto por la música que cada dueño pincha y la decoración que renuevan. El prodigio es que los cambios no le restan nunca su embrujo. Es curioso: escribir sobre este garito siempre me ha traído algún problema que otro. La primera vez me acusaron de querer impresionar a las antiguas camareras. La segunda, sospecharon que me regalaban jamones o recibía dinero. ¿De qué me acusarán ahora? En el fondo, sepan vuestras mercedes que estos cargos que se me imputan me resbalan: seguiré siendo cliente del bar, y hablando bien del mismo.