Un simple paseo hasta el supermercado o hasta la frutería de la esquina basta para que a uno le entren ganas de escribir. La literatura, el material para el periódico, a veces incluso la inspiración, se encuentran en la calle, donde late la vida, y no en la pantalla de un ordenador, escudriñando noticias hasta que se le caen a uno los ojos. Eso deberían enseñarlo en la universidad, meterlo en las cabezas con calzador.
Salí a hacer unos recados, y la salida me ocupó el tiempo de la compra, además de los dos o tres minutos de caminata hasta la tienda y los dos o tres de vuelta a casa. Al cruzar la plaza del barrio, en dirección al piso, observé el ambiente vespertino que se estila ahora, en las tardes soleadas (cuando llueve es otro asunto: sólo quedan dos o tres alcohólicos al amparo del kiosco, o metidos en el portal del cajero automático más cercano): chavales jugando, jóvenes de charla o tocando algún instrumento, hombres bebiendo vino y cerveza, ancianos observando con mala cara el panorama, camellos trapicheando en las esquinas o junto a los árboles, mujeres con sus coches de bebé, transeúntes pasando por allí y clientes acomodados en las terrazas. Como es habitual, había un par de tipos tumbados sobre una de las rejillas de la calefacción del metro, tapados con mantas sucias, trapos, alfombras y lo que pillan. Dos pasos después observé la carrera veloz de una cucaracha, gorda como un ratón (ejem, lo admito: estoy exagerando), que acudía a refugiarse a la rejilla más próxima a aquella en la que estaban dormidos esos vagabundos. Jamás había pensado en esa posibilidad, a pesar de las vueltas que le doy a las penurias diurnas y sobre todo nocturnas de quienes viven y duermen en la calle. Jamás había pensado en una tribu de cucarachas rondando por donde uno trata de cobijarse con trapos para echar su sueño maldito. Siempre intenté imaginar el frío, el hambre, la soledad compartida, el dolor de espalda, las palizas de los ultras, el agrio despertar, la humedad del alba, la lluvia y demás molestias. Pero no se me había ocurrido que, cuando uno duerme en el suelo, se le pueden aproximar los peores bichejos no humanos de una ciudad: las ratas y las cucarachas. He imaginado mordiscos de ratas hambrientas y cucarachas que tratan de introducirse bajo la ropa o, por qué no, en un oído. Esa cucaracha ágil y gruesa, rondando a dos pasos de los vagabundos, me ha obsesionado durante estos días.
Unos metros más adelante me fijé en que han reabierto uno de los restaurantes étnicos de la zona. Tuvo una vida efímera con sus anteriores dueños, unos hindúes que, como se habrán imaginado, servían un menú de platos hindúes. A pesar del éxito de esta clase de comedores en el barrio y, tal vez, en toda la ciudad, aquel duró poco. La razón es sencilla: cerca de la puerta suelen congregarse quienes trapichean, y la gente mea mucho en la acera, o vomita, o rompe una litrona contra el suelo, o pasa un vecino con el perro, lo deja defecar y no recoge la mierda. Es un desorden absoluto. El restaurante era angosto y con amplias ventanas. Por eso nunca entré allí a cenar: me imaginaba advirtiendo los efluvios del orín y los excrementos que se colarían por debajo de la puerta, me imaginaba estar cenando mientras un chaval, allá afuera, cogía la mercancía, el costo, de encima de la rueda de algún coche aparcado (esto lo veo más a menudo de lo que quisiera) y se la vendía a otro. El garito fue un fracaso y ha permanecido un tiempo cerrado. Lo han abierto otros inmigrantes, y ahora es un restaurante de cocina libanesa. Les deseo suerte, pero dudo que aguante unos meses: con ese panorama que he descrito, a diario y en la puerta, ¿quién va a entrar a pedir mesa?