La noche del viernes estuve, durante unos minutos, envuelto en uno de esos silencios incómodos que parecen durar media hora. Silencio entre dos personas, aunque alrededor de nosotros proliferaban el ruido, la música y las conversaciones propias de un garito nocturno. Una amiga me presentó a su novio francés, que había venido a pasar el fin de semana a España. La primera advertencia de ella fue: “No sabe nada de español. Y tampoco sabe mucho inglés”. Apañados estamos, pensé. Dado que sólo manejaba su lengua natal, y yo la mía, en principio no traté de conversar con él. Un rato después, en el siguiente pub, y tras haber visto actuar a la banda de pop de mis colegas zamoranos, Los Sinsong, en el Café La Palma de Madrid, la gente fue a pedir bebidas a la barra, o al servicio, o a charlar con otras personas. El caso es que el azar quiso que el francés y yo nos quedáramos uno al lado del otro, sin otra compañía que la mutua, sentados en sendos taburetes. Lo miré de reojo. Estaba incómodo. Yo también lo estaba. De hablar ambos el mismo idioma, seguramente hubiéramos iniciado en seguida una de esas conversaciones forzadas, típicas de quienes no se conocen: sobre la música que estaban pinchando, sobre las características del local, sobre el clima (aunque este tema suele reservarse casi exclusivamente para los diálogos de ascensor).
Ese silencio incómodo duró unos minutos, pero se me hizo eterno y, lo advertí, a él también. Entonces me dije: esta situación es absurda, ridícula, que no te frene el idioma. Trata de comunicarte con él. Imagina que sois dos supervivientes de una catástrofe y estáis solos en miles de kilómetros a la redonda; necesitáis comunicaros, necesitáis comprenderos, necesitáis hablar. Probé primero con el castellano, con una pregunta retórica, ya que me habían aclarado que no conocía mi idioma: “¿No hablas español, verdad?” Más o menos lo entendió y dijo que no. “¿English?” Con ayuda de dos dedos y un par de palabras en inglés me indicó: “Un poco”. Le pregunté, en inglés, si le gustaba el país. Me respondió en inglés; pero, cuando yo no entendía algo, o él no sabía expresarlo en ese idioma, hablaba en francés. De cada frase en francés yo comprendía alguna palabra. Por mi parte, utilicé el inglés y el castellano, cuando tampoco sabía expresar algo o me quedaba atascado. Y los dos empleamos el lenguaje corporal, las manos, los gestos. Fue una de las conversaciones cortas más extrañas y surrealistas que he tenido. Luego llegaron las chicas y dejamos de hablar, nos comunicamos gracias a la traducción de su novia.
Lo cual me llevó a pensar que, aunque uno al final logra hacerse entender entre los extranjeros, tirando de los idiomas que conoce y de las expresiones corporales, hoy es difícil moverse sin hablar inglés. De haber estado solo en mi reciente viaje a Francia, seguramente a estas alturas andaría aún extraviado en algún sitio: quizá en el aeropuerto de Bruselas, o vaya usted a saber dónde. La parte más difícil cuando hablo inglés sigue siendo la improvisación, es decir, la agilidad mental para pensar una respuesta en español y traducirla al otro idioma. Tardo tanto que al interlocutor le encanece el pelo. Creo que algo de culpa la tiene la educación que recibimos en el colegio y en el instituto. No es una opinión exclusiva: mis compañeros de antaño piensan igual. Por eso algunos iban a clases particulares. En mis últimos días en Francia, sobre todo en los aeropuertos, acabé hecho un lío con los idiomas. Si me hablaban en francés, respondía en español; si lo hacían en español, contestaba en inglés; si me decían algo en inglés, contestaba siempre “Merci”. Que los jóvenes alumnos tomen nota.