Dos recientes películas sobre la magia, “El ilusionista” y “El prestigio”, indagan en la idea del engaño y el espejismo, y en cómo el público, en el fondo, no quiere conocer los trucos, porque entonces la magia se esfumaría y todo se vendría abajo. Conozco a un cinéfilo que se niega a ver los llamados “making of” o “diarios de rodaje” porque prefiere seguir creyendo que Yoda está vivo y no es una mezcla de píxel y marioneta, que Superman vuela de verdad y no con la ayuda de cables y que los orcos nacieron así y no son el fruto de las labores de un equipo de maquilladores y fabricantes de prótesis. Este tema guarda relación con los Reyes Magos y el crecimiento, la pérdida de la inocencia y ese rollo. Nada hay más desolador que descubrir algunas verdades. En esos dos filmes, citados al principio de este texto, se asombra uno con los trucos que sus protagonistas muestran ante un público boquiabierto y fascinado, y a nosotros nos asombra la doble vertiente, es decir, nos asombra el truco de la ficción y nos asombra el truco empleado en el rodaje para recrear esa ficción. Pero luego los protagonistas desvelan el secreto de sus artificios a otros personajes (y, por ende, al público), y entonces el mundo se nos cae encima. Lo que era ilusión, poder, sortilegio, prodigio, se convierte en un segundo en una patraña, en un engaño. Como dice uno de los personajes de “El prestigio”, el público en el fondo prefiere no saber la verdad.
En la actualidad, si uno se fija en los anuncios, en la televisión, en las portadas de las revistas, en ciertas noticias, todo es magia. Pero de la mala. Magia hecha con Photoshop. Hecha con programas informáticos y con trucos menos encantadores que los empleados por los magos y los ilusionistas. No hace demasiado mostraban al mundo una serie de fetos de animales y el mundo se maravilló. Luego, sus responsables confesaron que lo que varias de las fotografías enseñaban era un muñeco, una reproducción. Me hubiese gustado no saberlo. Días atrás vimos el hallazgo de dos esqueletos que habían enterrado abrazados, dos jóvenes amantes que parecen la versión póstuma de Romeo y Julieta. La foto es de una belleza trágica y dolorosa. Nos sacude encontrar armonía y amor en una representación funeraria. Sin embargo, tengo mis dudas y mis temores. Temo que, dentro de unos días, alguien denuncie que era un montaje, y que habían amañado el escenario y los esqueletos para ofrecernos algo que nunca habíamos visto. Espero que no suceda. Porque golpes más terribles nos han dado. Autopsias de supuestos extraterrestres, fotografías manipuladas para hacernos creer en fantasmas que una cámara no había registrado, supuestos fotogramas de películas en los que se vislumbran niños muertos, y cosas así. Ya no sabe uno en qué creer.
Magia de la barata es la que emplean con el Photoshop en las revistas. Cuando sacan a las mujeres en portada, en biquini o en sostén, a veces se notan los arañazos del Photoshop y, así, percibimos que les han quitado cadera, y les han sumado busto, y les han escondido las patas de gallo, y el estómago está más hundido de lo que parece. Días después de aparecer en esas portadas, esas mismas mujeres son pilladas saliendo del supermercado y los paparazzi las fotografían y descubrimos que no tienen nada que ver con esas fotos majestuosas. Son más reales, con alguna arruga, con algún kilo de más. La pregunta es: ¿Por qué no las mostraron tal como son? Acabo de ver el cartel de una película; en él aparecen la madura Diane Keaton y la jovencita Mandy Moore. Por arte del Photoshop, Keaton parece más joven que Moore. A mí estos trucos me repugnan. Prefiero la auténtica magia de los ilusionistas.