sábado, enero 20, 2007

Crimen rural (La Opinión)

En cada pueblo suele haber una o dos personas que no se andan con chiquitas. Si hay contratiempos, a veces los problemas se resuelven a la antigua usanza: escopeta de dos caños y una perdigonada para atajarlos. Esto no es sólo literatura de los libros, a menudo violentos, de Camilo José Cela y Miguel Delibes; también lo encontramos en las noticias. Cada vez con menos frecuencia, por fortuna. Cuando el tiempo pasa y las aguas se amansan, entonces se hacen películas, series televisivas, documentales y crónicas periodísticas sobre los crímenes rurales. No los voy a enumerar, están en la memoria de todos.
Sigo con cierta fascinación esa novela en marcha que es el asesinato del alcalde de Fago, un pueblecito cautivador, a juzgar por las fotos que he visto de sus calles y de las fachadas de sus casas. Un pueblo de Huesca donde, lógicamente, están hasta las narices de soportar la invasión de los medios. Porque los medios son así: en cuanto pase el revuelo y se resuelva el crimen (o no se resuelva nunca, como sucede con tantos casos de crímenes sin resolver en mi tierra, en mi ciudad), se largarán para siempre y Fago volverá a ser lo que era, un pueblo recluido en sí mismo y casi olvidado por el mundo. Esto, no obstante, sucede en todas partes. En el documental “Bowling for Columbine”, que sigue la masacre de esos dos estudiantes adolescentes, resentidos y solitarios, que regresaron a clase con un arsenal y se liaron a tiros con profesores y alumnos, nos cuentan cómo un apacible pueblo es invadido por los reporteros, por las cámaras de televisión, por los modernos equipos y las furgonetas donde se almacenan, por los entrevistadores que acosan a sus habitantes y no los dejan en paz hasta que se evapora el interés informativo y la noticia pasa de moda. Al alcalde de Fago lo encontraron en un barranco, con varios tiros en el cuerpo. Dicen que había recibido amenazas y tuvo que soportar diversos inconvenientes: cuentan en la prensa que una vez le dejaron sin líquido de frenos en el coche, que le pincharon los neumáticos, que le amenazaron mediante correos electrónicos anónimos. No le demos más vueltas: hay alcaldes que se la juegan en los pueblos. Miren, si no, el alcalde de Peque, al que casi linchan. Nunca estuve de acuerdo con sus descabelladas ideas: pero, de ahí a hacerle la vida imposible, hay un trecho y una línea que nunca debemos cruzar. Leo en un periódico esto, relativo a Fago: “La mayoría de los vecinos, hartos de repetir una y otra vez las mismas cosas, han optado por recluirse en sus casas y cada vez son más reacios a responder a las preguntas de los reporteros”. Y no me extraña. Ya digo que esto sucede con frecuencia: aldeas de las que nadie se acuerda y que luego, por una polémica, un asesinato u otros asuntos turbios, terminan convertidas en el eje de las noticias, y aparecen en todas partes, desde los informativos hasta los programas de cotilleo, sin olvidarnos de la vertiente amarilla.
Los crímenes rurales me parecen más terroríficos que los urbanos. Porque los pueblos cuentan con pocos habitantes y se conocen entre ellos. En la gran ciudad, quizá nunca te hayas cruzado antes con tu asesino; en un pueblo, quizá hayas compartido un chato con él en la cantina de la plaza. De aquí se ha sacado siempre mucha literatura y mucho cine (perdonen que insista: son mis temas favoritos), pero ya apenas interesan. Hoy sólo queremos novelas y películas sobre asesinatos templarios. Dos de los mejores filmes españoles de los últimos años, por cierto, contienen crímenes rurales: “La vida que te espera” y “La noche de los girasoles”.