Por la mañana leo un viejo artículo de António Lobo Antunes, recogido en su “Segundo libro de crónicas”. Siempre descansa alguna recopilación de artículos en mi mesilla. Y encuentro, en las palabras de Lobo Antunes, esta maravillosa descripción felina o a propósito de los felinos: “Me gustaban los gatos, por ser sólidos estando quietos y líquidos al moverse, lazos de sombra escapando entre los girasoles”. Se refiere a los gatos que divisaba cuando, de chico, vivía en provincias. En provincias se paladean mejor ciertos aromas, ciertos placeres, ciertos paisajes, porque los sentidos no los emboscan la polución, el exceso de ruido y la jungla de rascacielos. Nunca faltan los descerebrados que pretenden insultarnos aludiendo a nuestra condición de “gente de provincias” y, sin darse cuenta, lo convierten en lo que es, o sea, un halago, dado que las grandes ciudades las han construido los emigrantes de provincias. Que vayan tomando nota.
Lobo Antunes rescata en ese artículo la memoria de su tierra, y la mejor frase es la que he citado al principio. Sólidos estando quietos y líquidos al moverse. Los hombres deberíamos aprender, al menos, el movimiento pausado y sigiloso de los gatos. Entre otras virtudes que deberíamos aprender de ellos, salvo lo traicioneros que son, algo en lo que el ser humano gana por ventaja al felino y, si no me creen, den una vuelta por las noticias. En el telediario, la noche antes a la lectura de esa crónica, vi cómo los bomberos rescataban, de un incendio, al gato de una señora que vivía sola. Me figuro que el personal sin entrañas, al verlo, soltará frases de este cariz: “Vaya tontería”, “No me molestaba yo por un animal”, etcétera. Sin embargo, no se plantean que se trata de un ser vivo y que la mujer, una viuda octogenaria, necesita su compañía casi tanto como el oxígeno; para exterminar la soledad y para distraer sus días. Se necesitan mutuamente. La prensa y la memoria van tejiendo sus hilos durante la mañana y desde aquí llego a otra noticia y a un recuerdo reciente. La noticia: en algún lugar de Argentina los bomberos tuvieron que emplear diez horas para rescatar a un felino que un grupo de adolescentes sin seso había arrojado dentro de las cañerías del sistema de ventilación de un complejo de viviendas.
El recuerdo reciente: en Zamora, el fin de semana pasado. Dejé que mi gato saliera al patio, a disfrutar de la luz natural, el aire y el vuelo raudo de los pájaros. Me puse un jersey de cuello alto porque en la provincia ya arrecia ese frío algo húmedo y con ráfagas de viento helado que parece cortar la piel. En cuanto el animal sale a la intemperie, los elementos lo embargan de gozo y felicidad: se tumba en el suelo, boca arriba, y se revuelve de un lado para otro. Unos minutos después, y a pesar del polvo que el pelo de su lomo recoge en estos ritos de alegría, cuando uno va a acariciarlo, a posar la palma de la mano entre el pelaje, observa que no hay ni rastro de suciedad. En algún momento se habrá dedicado a lavarse. Dudo que exista especie más limpia. Los revolcones por el suelo no cesan, sólo los interrumpe de vez en cuando. En esas interrupciones aprovecha para cruzar el patio de un extremo a otro, para observar lo alto de los muros en los que se alojan los pájaros durante unos segundos. Se dedica a mirarlos, igual que, como todo gato, es capaz de dedicar horas a la simple observación de las tareas cotidianas de mi madre, que convive con él. Mientras el felino mira, husmea y se revuelca, cojo un libro y leo de pie, sintiendo el aire de hielo en la cara. Él continúa observando. Observar en silencio propicia sabiduría.