Algunos sostenemos que la lectura de tebeos y cómics conduce a leer novelas. Un tebeo y una película pueden empujarte a la lectura de los clásicos universales. Puedes comenzar desde abajo, desde las novelas de aventuras de fácil digestión para los chavales, e ir subiendo hasta las obras de más enjundia. Una tarde, buscando en internet unos datos, fui a parar a uno de esos portales donde se subastan antiguallas: figuras y muñecos de acción, naves espaciales, revistas y libros ya casi olvidados, baratijas y demás objetos de coleccionista y de nostálgico. El caso es que di con una página en la que la gente vendía sus tebeos. Dos o tres ya habían alcanzado el precio de oferta de dieciocho euros. La serie se titulaba “Joyas Literarias Juveniles”. Algo brincó en mi interior cuando vi unas cuantas portadas. A veces olvidamos ciertos detalles que nos hicieron la niñez más tolerable. Advertí, con desaliento, que casi había olvidado esta colección de tebeos. Y, luego, la memoria me devolvió en tropel los recuerdos que estaban perdidos en algún rincón polvoriento de la cabeza.
Pero antes me gustaría dar algunos datos sobre las “Joyas Literarias Juveniles”. Fueron los tebeos de aventuras con los que los muchachos que nacimos en los años setenta nos alimentábamos espiritual y culturalmente. Editorial Bruguera, que llenó nuestras vidas de tesoros, fue la responsable. Los dibujantes eran españoles. Los guiones estaban inspirados en libros clásicos, generalmente de aventuras: novelas de Julio Verne, Robert Louis Stevenson, Daniel Defoe, Charles Dickens, Mark Twain, Emilio Salgari, Karl May, Arthur Conan Doyle, Walter Scott, Fenimore Cooper, Jack London. En el encabezamiento de cada tebeo figuraba el nombre del autor clásico; debajo, el título; y, bajo éste, la siguiente frase: “300 ilustraciones a todo color”. Al lado constaban el título de la colección en letras amarillas y el precio en letras negras, ambos sobre un fondo verde. El precio variaba: quince pesetas, veinte pesetas, treinta y cinco pesetas, etcétera. El resto era el dibujo de la portada, en color. Muchas de las portadas contenían un elemento de acción y peligro, para que los jóvenes lectores nos engancháramos: un oso acechando en la nieve, Robin Hood tensando su arco, cazadores con rifles, piratas con espadas, el Capitán Ahab en medio de ese alfiletero de arpones en el que convirtieron el lomo de Moby Dick, gladiadores a punto de combatir, corsarios con el gesto felino durante los abordajes. Aquello era una gozada. Historias y dibujos sabrosísimos. Hoy es imposible hacerse con la colección, y yo no recuerdo haberme comprado ejemplares. Incluso un millonario lo tendría difícil: a la suma que piden por ciertos números habría que añadir que los títulos existentes estarán en manos de unos pocos coleccionistas. Así que he recurrido a “la mula” y sus ficheros de intercambio, donde alguien ha escaneado doscientos setenta números. Los guardo en el disco duro. No creo que los relea. Me conformo con tenerlos. A falta de papel…
Porque recuerdo haberlos leído casi todos. Los coleccionaban dos de mis primos de Zamora. Tenían un cajón lleno, o puede que fueran dos. Cuando los visitaba, en la infancia, juntos nos apresurábamos a abrir ese cajón con aroma a papel, magia y aventura. Leíamos una y otra vez nuestras historias favoritas. Gran parte de las viñetas y los personajes estaban directamente inspirados en el cine, como el mencionado Ahab o Ben-Hur. Abrir el cajón suponía, para mí, el acceso a una selva de secretos y delicias. Poco después empecé mi propia colección: las novelas de aventuras con lomo rojo que vendían en los quioscos. Unas joyas me llevaron a otras.