La mañana del jueves, y tras haber escrito el artículo en el que afirmaba tener la impresión de que la ciudad estaba vacía, yo mismo tuve que comerme mis palabras y mis impresiones como aperitivo. Salimos después del mediodía a dar una vuelta. Pero la cosa había cambiado. La intención era acercarse hasta la Plaza Mayor, donde todos los años por estas fechas instalan puestos en los que venden figuras del belén, adminículos de broma, caretas de tipejos y de monstruos, pelucas de colores y musgo para el nacimiento. Creí que en la Plaza Mayor no habría un alma (así lo creímos todos), y me equivoqué. Aquello estaba hasta los topes, a pesar del frío. Las pelucas y los sombreros vienen muy bien para llevarlos, cada año, a la fiesta de Nochevieja en Zamora. Diría que la más vendida es la peluca afro, que cada temporada la confeccionan con más kilos. Los puestos estaban hasta la bandera. Madrid es una ciudad llena de misterios: aunque uno vea en las imágenes del telediario que en la operación salida están involucrados todos los habitantes de la ciudad, luego hay una mañana abundante en colas y muchedumbres que desmiente cuanto has visto en la tele. Es como si la gente se multiplicara por arte de magia. Como si nos reprodujésemos igual que los gremlins cuando los mojaban con agua.
Los primeros tenderetes con los que topé fueron los de los vendedores de musgo. La imagen del musgo la tengo asociada a los belenes de la infancia. Mis hermanos y yo íbamos al bosque de Valorio, por estas fechas, a coger un poco de musgo de las piedras. No mucho, sólo el suficiente para adornar el nacimiento. Quedaba mejor que el musgo falso, prefabricado, y así el salón o la entrada (dependiendo del lugar escogido para construirlo) olían a hierba húmeda y a tierra fresca durante todas las navidades. Desde que conozco estas barracas de postizos y pelucas de la Plaza Mayor, me gusta jugar a distinguir las caras de las caretas. No resulta tan fácil. Hay caretas muy bien hechas y caras reales demasiado fatigadas por los años o la fealdad. A veces se confunden. Supongo que algunos compradores también confundirán mi nariz con una napia postiza, de broma. Mis amigos suelen preguntarme dónde escondo las tiras de goma que sujetan mi enorme probóscide a la cara. Chistosos, ellos.
Antes de salir a dar este garbeo en el que imaginaba una ciudad vacía, leí en un periódico que en el centro, a medio camino entre la Gran Vía y Chueca, habían instalado el Mercado Gastronómico Urbano. Propuse una visita, atraído por la mención de la caseta en la que los Padres Mercedarios Descalzos de Toro venden licores artesanales. Quería ver el puesto. Atravesar el centro no fue fácil. Como siempre, colas en cualquier sitio: para comprar lotería, para entrar a una tienda de bolsos a precios reducidos, para pedir raciones y cañas en los bares, para comprarse una careta, para cruzar la calle. Antes de meternos en el Mercado Gastronómico entramos en una tasca castiza a picar unas tapas. Se come bien en esos sitios, pero uno debe dejar los escrúpulos en la puerta: los platos tenían tantas manchas resecas como los lamparones del jersey de un vagabundo; el camarero era un vejete con facciones de sátiro y las uñas un poco sucias; los calamares estaban deliciosos, pero de ellos chorreaba una sopa de grasa. Cuando llegamos al Mercado, la mayoría de los tenderos había echado el cierre. No pudimos olfatear los licores de Toro. Dimos un repaso rápido: ofrecían aceites de oliva, pastas, especias, infusiones, vinagres balsámicos, quesos de tetilla, escabeches, mermeladas, capón con trufa, conservas, legumbres y embutidos.