El viernes pasado emitieron en Cuatro el programa número cincuenta de Callejeros. Un brillante reportaje conducido por Nacho Medina. Se titulaba “Lavapiés”. En apenas una hora de duración dieron unas pinceladas exactas de lo que aquí sucede y se cuece. Me alegré de que lo hicieran por dos motivos: porque vivo en ese mismo barrio (“Antes era un barrio castizo y ahora es un barrio mestizo”, dijo uno de los entrevistados para el programa); y porque al menos queda claro de una vez por todas que no exagero cuando cuento estas historias de la calle con las que, a menudo, me cruzo. Esta zona es oro puro, una mina para escribir, precisamente porque confluyen en ella todas las razas y culturas, y lo mismo puede uno toparse con un famoso en una terraza que ver a dos tipos trapicheando en una esquina o a un vagabundo durmiendo encima de un colchón sacado de los contenedores de basura.
Cuanto contaron en este programa especial de Callejeros ya lo he mencionado en este rincón, pero ahora los espectadores pudieron verlo con sus propios ojos: las amables chicas de la farmacia, los camellos que rondan por las esquinas ofreciendo su mercancía (costo, cocaína, etcétera) a todo el mundo, los hombres que se ponen a cantar y a guitarrear sentados en los bancos, los alcohólicos de la plaza que sestean encima de la rejilla de calefacción del metro (que da justo a esa plaza), el portal donde se vende la droga a espuertas, los registros policiales, los poetas casi inéditos, los frecuentes rodajes de anuncios televisivos, series y películas, la alusión a las continuas peleas y batallas campales en las que a veces brillan las navajas y los machetes, la mugre que se palpa en las calles, el sabor a cine y a literatura y a noticiario que se huele en sus edificios y en sus bares. Incluso entrevistaron a dos de los desheredados de los que he escrito unas cuantas veces: la mujer del banco de la plaza y uno de sus colegas de desventuras y borracherías; esa pobre mujer a la que he visto dormir en el suelo, caer inconsciente, ser abofeteada o insultada por algún que otro borracho, sufrir ataques que luego reparan los del Samur, beber vino y cerveza, enfrentarse a la poli. Las cámaras retrataron con pericia a esos hombres y mujeres caídos en desgracia a los que la adicción a las drogas o al alcohol ha machacado el rostro y los huesos y envejecido prematuramente.
Pero también enseñaron un par de cosas que sí sabía pero no había visto: el interior de algunos pisos. No sé qué da más escalofrío: si las personas que viven en plena calle, bajo los cartones, o esos apartamentos con dimensiones de caja de zapatos en los que se apiñan los inquilinos junto a las grietas, los animales, los escombros, los andamios y los muebles y aparatos recogidos de la calle y reciclados para conferirles una nueva vida. Salió un piso, en el que se alojaban dos hombres y una anciana, que tenía el váter en la cocina. Mostraron a una viuda que convivía con gallinas, perros, patos, pájaros, y nunca se vacunaba. Callejeros ofreció la oportunidad de que escucháramos cantar a las bandas de jóvenes dominicanos, y a fe que me sorprendieron: lo hacen muy bien. En algunos planos se vio la calle en la que vivo e incluso el edificio y el portal. Sólo eché en falta un par de asuntos. El primero es que no grabaron la librería del barrio, ni las tiendas artesanales, ni las salas culturales como Artépolis, ni esos bares en los que aún se nota cierta bohemia heredada de antiguo: hubiera servido para que los espectadores comprobaran que no todo es droga, mugre y miseria. El segundo es que no salió el centro médico de Tribulete, un lugar sucio, vergonzoso y tercermundista. Sospecho que no dejaron entrar allí a las cámaras.