Este mes cumple la revista Fotogramas unos juveniles sesenta años. Junto al ejemplar de noviembre regalan un especial para celebrar el cumpleaños, y en la portada figura una flamante Audrey Hepburn, como no podía ser de otra manera. En la adolescencia yo militaba en las filas de seguidores de Marilyn Monroe, pero ahora prefiero a Audrey Hepburn, y no quiere decir que mis gustos se hayan estilizado, sino que tardé años en descubrir “Desayuno con diamantes” y “Dos en la carretera”, dos de las películas en las que uno querría vivir para siempre. Trae dicho especial, en sus páginas, muchos reportajes, viejas portadas, fotografías lujosas, anécdotas y artículos de algunos colaboradores. El artículo que me ha enganchado en seguida, nada más abrir el especial, es el de Jaume Figueras, porque apunta que todos nos movemos por la vida con frases recurrentes y una de las más típicas, a principios de cada mes, viene a ser la de “¿Ha salido el Fotogramas?” Con el artículo incluido, porque quienes llevamos años comprando esta publicación tenemos nuestros propios códigos y lenguajes y manías. Una de mis manías es ir preguntando en los kioscos antes de que empiece el mes, ya que a veces la revista sale a la venta antes de lo esperado y suelo comprar mi ejemplar cuando aún está caliente.
Esto de “¿Ha salido el Fotogramas?” es una frase que los míos están hartos de oír de mi boca. Si enfermaba en la pubertad y debía guardar cama y estábamos a primeros de mes, mandaba a mi madre cada mañana al kiosco, a ver si había salido el Fotogramas. Hubo un tiempo adolescente en que a un amigo y a mí nos dio por acudir a un gimnasio; y a principios de cada mes, a las ocho de la mañana, forzaba a mi colega a acompañarme primero al kiosco de La Farola, en Zamora, por ver si había llegado la revista. Allí, Chema añadía paciencia a su amabilidad, y me contaba que no la habían traído, que igual la mandaban al día siguiente. A mí esos aplazamientos de veinticuatro horas, o más, me dejaban en un estado deplorable de ansiedad y de nervios. Durante una etapa, otra de mis locuras fue controlar a mis padres mientras hojeaban la revista, no fueran a arrugarle las hojas. Hasta que comprendí, claro, que si el tiempo acaba haciendo arrugas en nuestros rostros, otro tanto habría de pasar con el papel. Y dejé de preocuparme. Como la vida es un tiovivo, y somos fieles a nuestras costumbres aunque cambiemos de escenario, me he mudado de ciudad, pero sigo comprando el Fotogramas. De mi venerado kiosco de La Farola he pasado al de la plaza de este barrio madrileño, que siempre apesta a orines caducos, a sueños rotos y a cerveza derramada.
Hay acontecimientos que nunca se nos borran de la memoria: cuando hicimos la Primera Comunión, cuando nos desvirgamos (o nos desvirgaron), cuando obtuvimos el carnet de conducir, cuando lo de las Torres Gemelas, cuando compramos nuestro primer Fotogramas. Mi primer número de esta biblia lo adquirí en el verano del ochenta y tres, por culpa de una portada con Han Solo en “El retorno del jedi”. Ha llovido desde entonces, sí. Creo que no me falta ni un número, aunque igual he perdido alguno con tanta mudanza. Como he dejado escrito por ahí, luego heredé los ejemplares de los años setenta, llenos de tías en pelotas, que me sirvieron de acicate para mis calenturas inaugurales; hace años arrojé estos números a la basura, y me quedé con mi propia colección. Ahora ando con ganas de venderla porque el papel se me sale de las orejas, pero un ropavejero del Rastro me ha dicho que no me la compra. No sé si venderla por internet o quedármela, ya que su valor sentimental es altísimo.