jueves, noviembre 09, 2006

Bajo la lluvia, sin miedo a mojarse (La Opinión)

Aspiro a ser uno de esos tipos que no corren bajo la lluvia. Y, a veces, lo soy. Cuando te has mojado durante tres o cuatro minutos, no es necesario correr a refugiarse bajo el alero de un soportal. Pero la lluvia, después de un rato de disfrute, cansa y te aproxima a la pulmonía o, en todo caso, a un catarro. Llegas a tu edificio convertido en un pez. Cuando salgo de casa, en pos de un libro que tienen en una librería de viejo, según el registro de su página web, no cae ni gota. Hago una parada en La Central, la librería moderna que tienen dentro del Museo Reina Sofía. Las escaleras crujen bajo mi peso cuando subo al segundo piso. Me llevo un libro de José María Conget, autor del que he oído mucho hablar. Luego me encamino hacia la librería de viejo, que está, según he consultado en un callejero, junto al Retiro. Mi intención es ir a pie, pero entonces comienza a llover y me lo pienso mejor. Entro en el metro de Atocha.
Dos transbordos después, salgo en una calle en la que ignoro si he estado alguna vez. Pregunto al dueño de un kiosco por la avenida donde se ubica esa librería. Dice que la encontraré al final de la calle en la que estamos. “Pero al final, al final del todo, ¿eh?”, recalca. Eso significa que está más lejos de lo que pensaba. Mientras tanto, llueve aún con más fuerza. Decido no cobijarme bajo los portales ni arrimarme a las paredes. Una vez mojado, ¿qué importa? Y, además: mis botas son viejas y no llevo uno de esos peinados de peluquería. De camino por el paseo central rodeado de árboles, miro hacia los comercios y restaurantes que hay a mi derecha y a mi izquierda. Veo uno que me viene al pelo, creo: Bar El Paleto. Porque tengo algo de paleto urbano que fue paleto de provincias; y lo digo con orgullo y en el buen sentido. Unos metros más adelante encuentro el mismo nombre para otro local: Restaurante El Paleto. E imagino que, por esa calle, se habrán perdido muchos individuos como yo, en tiempos remotos y cuando se llevaba la chaqueta de pana. Cuando llego a la librería, el hombre que hay dentro, el dueño, está colocando los libros de un par de pilas que arrancan del suelo. Saludo y espero cerca de él a que termine su labor y advierta que necesito preguntarle sobre un libro. Cuando han pasado unos minutos y me cercioro de que el vendedor está a lo suyo y no va a hacerme caso, decido investigar por mi cuenta entre los anaqueles, que despiden polvo y olor a papel antiguo y a cubierta añeja. Un olor, por otra parte, espiritualmente alimenticio. Que el tío no me haya hecho ni caso contiene la pirueta del azar: mientras busco en la narrativa extranjera, topo con un volumen de “Relatos” de Hemingway. Nueve euros. Edición del setenta y cinco, cuando uno sólo era un cachorro. Luego encuentro, en su estante correspondiente, lo que iba a buscar: la novela “Días sin huella”, en la que se basó la película de Billy Wilder del mismo título. Edición del año cuarenta y seis. Me llevo ambos.
En metro he tardado demasiado, y a menudo me aburre meterme en sus vagones. Prefiero la calle, incluso con lluvia, con desesperados y ruido de sirenas. Sigo los límites del Retiro y, veinte minutos después, concluyo que me he perdido, no consigo divisar una parada de metro y no sé dónde estoy, y la lluvia me ha convertido en un amago de anfibio. Sigo caminando, con ampollas en los pies por culpa de la humedad. Sigo caminando hasta topar con algo reconocible. En mi trayecto, veo borrachos que se alojan en los portales, jóvenes mugrientos de uñas negras y sin techo, solitarios que abren una litrona mientras conversan consigo mismos. Todo está en su sitio, me digo. Incluso yo, allí bajo la lluvia, sin correr a refugiarme.