Por suerte, todavía hay gente que las da. Las lecciones de humildad. Y me refiero a gente famosa. Quisiera comentar tres casos que me rondan por la cabeza (suelo poner tres ejemplos porque mi artículo siempre se compone de tres párrafos, algo que aprendí/copié de Juan José Millás). El primero que se me ocurre es el de Ramiro Pinilla, escritor vasco y octogenario, autor de una trilogía que, dicen, es asombrosa: “Verdes valles, colinas rojas”. Pinilla ganó, a principios de los sesenta y de los setenta, varios premios grandes. Luego, según he leído, se apartó del mundillo literario “por razones de cabreo”, aunque yo sospecho que lo apartaron. Alejado, pues, del circo de las letras, fundó su propia editorial, que distribuía sus libros por Bilbao. Se dedicó, además, a escribir esta monumental obra, editada en tres volúmenes. Las grandes editoriales, por supuesto, la rechazaron. Hasta que Tusquets confió en ella. Ahora le llueven las palmadas en la espalda, las críticas elogiosas, los premios (acaba de obtener el Nacional de Narrativa). Después de treinta años en la sombra, ignorado y casi inédito, España le da lo que merece. Porque este país las gasta así: le niegan el pan y la sal a un tipo como Pinilla, pero luego lo recompensan en la vejez, como diciéndole: “Te lo has ganado, chico, llevas toda la vida sin desfallecer ni bajar el bolígrafo, así que ahora es cuando te damos el aplauso más estrepitoso”. Y él da continuas lecciones de humildad: no se envanece, no nos manda a todos a la mierda, asume su trayectoria vital.
El segundo es un actor muy joven. Juan José Ballesta, un chico de barrio que a mí me deslumbró en “El Bola” y en “Planta 4ª” (me perdí “7 vírgenes”, y bien que lo siento). Según leo en la prensa, que la fama lo haya tocado en la adolescencia no ha hecho sino agravar un problema: que en los pueblos y en los barrios a los que va, los mozos le den de garrotazos cuando las chavalas se aproximan a besarlo y a pedirle autógrafos. Leo fragmentos de una entrevista en Fotogramas y leo un chat de El Mundo en el que el actor no pierde la amabilidad, la inocencia, la educación. Si es listo, y me temo que lo es, no caerá en los peligros en los que suelen caer los niños actores: la droga, el alcoholismo, el engreimiento. Todas sus últimas declaraciones son para quitarse el sombrero: tiene premios, talento, dinero y fama, pero no es el típico engreído que se aparta de las fans con brusquedad (como vi hacer a Dani Martín en el preestreno de su primera película). Asume lo suyo y suelta perlas como éstas: “Yo soy un chaval normal y corriente y no tengo nada que ver con mis papeles”, “Me lo pasé en grande comiendo canapés y pinchos de foie” (refiriéndose al Festival de San Sebastián), “A sus 88 años está hecho una rosa” (sobre Manuel Alexandre), “Las cosas las habla, no chilla a nadie. María es crema” (sobre María Valverde). Ahí está, con su naturalidad, su desparpajo y su inocencia. Otra gran lección.
Admiro tanto los cuentos del leonés Antonio Pereira que hace tiempo escribí, para una revista digital, un artículo sobre sus relatos. Él, de algún modo, debió leerlo. Como no maneja la red, puso a un amigo suyo en contacto conmigo. Me pedía mi dirección. Se la di y me ha llegado una tarjeta, escrita a mano por el propio Pereira: “Querido y alentador amigo: Muchas gracias por tu “A. P., el arte de narrar” en internet. Te escribo desde León, prolongando el verano. Espero que más adelante nos encontremos en Madrid. ¡Un cordial abrazo!” Es como un cuento, no sobra ni una coma. Y lo escribe alguien que merece todos los galardones y se ha molestado en mostrar su gratitud. Donde otros se dan humos, él rebosa humanidad.