Tuvimos que hacer un viaje relámpago a Zamora. Apenas dos horas y media en la ciudad. El motivo: una visita rápida a un paciente recién ingresado en el Hospital “Virgen de la Concha”. El hecho de ser día laborable nos granjeó un trayecto sin tráfico y sin incidencias. Nada de retenciones. Nada de cortes de carretera por accidente. Nada de ambulancias. Sólo el viaje. Unas dos horas y media. Con esa duración, no le molesta a uno desplazarse hasta su provincia. En los viajes uno sueña con rodar por carreteras sin curvas, solitarias, despejadas, sin un solo coche, ni en el asfalto ni en el arcén. Soledad absoluta. Pero aquí no es fácil. Por esa razón, hay algunos vehículos circulando. Unos cuantos coches y varios camiones.
La tarde cae sobre la ciudad cuando llegamos. Cae con la melancolía y el sosiego de siempre. Directos al “Virgen de la Concha”. Atravesamos pasillos donde se cruzan los obreros con su casco, los médicos y las enfermeras con sus uniformes, los enfermos metidos en las camas, y éstas siendo empujadas por los auxiliares a través de un pasillo polvoriento. Utilizamos el ascensor. La planta que visitamos es nueva. Es decir, está reformada por completo. Cada habitación parece otro mundo, nada que ver con las antiguas instalaciones. Me entretengo escrutando el cuarto, mirando esto y aquello. En cierto modo, siento un poco de envidia retrospectiva: hubiera querido ese cuarto cuando fui ingresado allí, hace años. Las puertas, de color rojizo, son muy amplias. Los servicios se ven impecables. La televisión, que funciona echándole euros por una ranura, tiene pinta de futurista; como un televisor de ciencia-ficción. Un asiento abatible se me antoja lo bastante cómodo para que las siestas no sean un suplicio para quienes van a cuidar a los pacientes. Hay botones e interruptores por varias zonas de la pared. Interruptores que accionan el aire acondicionado, las diferentes luces del techo, la comunicación con (supongo) otras plantas u otros servicios. Incluso disponen de conexión a internet. Me imagino a un enfermo, a alguien recién operado de alguna dolencia sin gravedad, navegando por la red, con un ordenador portátil encima del pecho. Pudiendo comunicarse con el exterior, los infortunios se aligeran un poco. Ahora entiendo cómo un colega que estuvo aquí ingresado, hace unas semanas, me mandó un correo electrónico para contarme lo que le ocurría. Cuando lo recibí, no sospechaba que hubiese conexión en los cuartos; y olvidé preguntarle cómo lo había hecho.
Las habitaciones están pintadas en varios tonos. El color es muy importante para quien debe pasar las noches en los hospitales, atado a un gotero. Imaginen que los ingresan en un cuarto negro o gris. Al despertarse, verían la vida de un modo siniestro y pesimista. Los colores influyen. De ahí los tonos rojos, naranjas, claros. Alegría y pureza. Aunque, cuando uno está ingresado, en el fondo le da lo mismo, lo único que quiere es restablecerse y salir cuanto antes. Estos adelantos, desde luego, hacen la estancia más confortable. Pero, aunque hubiera a diario espectáculos de magia, conciertos de rock o strip-tease, el paciente no olvidaría su ansia de salir andando y volver a la vida que llevaba antes. Hay otros botones e interruptores. No se está nada mal allí dentro. Siempre que no estés enfermo, claro. El único problema es que las obras aún no han terminado. Supongo que el personal que trabaja dentro del edificio está hasta el gorro de utilizar cuartos alternativos, de atravesar el ruido y el polvo de algunos pasillos, de que la obra lleve años y años en desarrollo. Pero algún día acabará. Salimos. Zamora respira serenidad. Es de noche y regresamos a Madrid.