En los bares suele hablarse de deporte. De fútbol y de baloncesto, siempre. De automovilismo, por estas fechas. Y Dios os libre de asistir a la conversación de dos fanáticos del atletismo, la natación y el lanzamiento de jabalina cuando estamos en las Olimpiadas. Durante esos diálogos, manifiesto mi repudio o mi indiferencia (depende de cómo tenga el día). Suelen preguntarme una y otra vez, con esa repetición propia de las pesadillas, por qué no me gusta el deporte. Incluso me lo pregunta gente a la que se lo he contado media docena de veces, y gente que ha leído en alguno de mis textos esas razones. Pero el hombre tiene tendencia al olvido, y más si el recuerdo atañe sólo al prójimo. Les comprendo: ni yo mismo consigo recordar de qué temas he escrito.
Así que vuelvo a aclarar aquí las razones de mi aversión al deporte. Dicha aversión proviene, precisamente, de fracasar en varios deportes. Dicen que, cuando un tipo fracasa en alguna actividad artística, acaba cejando y se convierte para el resto de su vida en un crítico (remunerado, eso sí) de esas artes en las que no logró adentrarse. Ya saben: el tío incapaz de pintar un cuadro, que luego se vuelve crítico de pintura. El hombre que jamás llevó a la pantalla esa película que cobijaba en la cabeza y, después, logra un empleo como crítico de cine. A mí me sucedió eso, pero con el deporte. Cuando jugábamos al baloncesto, en el colegio y en el instituto, jamás logré oler el balón. Nunca fui capaz de arrebatárselo al contrincante ni logré cogerlo cuando alguien fallaba una cesta y salía rebotado. Creo que, cuando algún chiflado confiaba en mí y me cedía un pase, alguna centella se encargaba de quitármelo antes de que las manos rozaran su superficie. En esa época sólo entraba en las tiendas de deporte para averiguar qué se sentía al tocar una pelota de baloncesto. No estaba mal, no. Pero aquellas curvas no se parecían a las femeninas, así que tampoco me llevé un disgusto. El fútbol lo practiqué mucho en la infancia, con mi hermano; y lo único que pude conseguir fue cabrear a mi abuelo porque mis chupinazos casi rompen todos los cristales de su negocio. En los campeonatos de natación de una de las dos piscinas a las que solía ir, quedé el último. Decir “el último” podría ser un eufemismo. Lo cierto es que llegaba a la meta cuando ya habían repartido los premios y al juez le había crecido la barba. Yo nadaba como si funcionara a pilas y éstas se estuvieran gastando. En el instituto nos instaban a jugar partidos de voleibol. No recuerdo que mis dedos rozaran la pelota. Y eso sí constituyó el mayor de los fracasos, pues en aquel tiempo era considerado un deporte para chicas. Lo del judo fue aún peor. De algún modo incomprensible me las arreglé para escalar peldaños e ir obteniendo cinturones de color: blanco-amarillo, amarillo-naranja, etcétera. Sospecho que a los maestros les venció la piedad porque, en los campeonatos de judo contra otros colegios, no duraba un segundo en vertical. Fue esa una temporada que sólo recuerdo en horizontal, mientras los rivales me arrojaban de espaldas a la colchoneta con la facilidad de quien tira un papel a la basura. Pasé algunos meses en un gimnasio. Se supone que levantando pesas, haciendo flexiones y soportando la agonía de las abdominales. Pero pronto empecé a cansarme y lo único que acabó interesándome fue sestear en la sauna.
Sólo pude destacar en las carreras de velocidad de las clases de gimnasia. Llegaba a la meta entre los tres primeros. A veces, el primero. Aquello me gustaba, pero más tarde me sinceré conmigo mismo: “Mientras no te persigan, ¿qué necesidad tienes de correr?” Esos fracasos me han convertido en lo que soy.