Incrementaré mi nómina de enemigos con esta declaración, pero necesito soltarla: todos los años, cuando repaso el programa de la sección oficial de la Semana Internacional de Cine de Valladolid, vulgo la Seminci, me doy cuenta de su naturaleza cada día más pedante. Algo que no sorprende, dado que en sus orígenes era un Festival de Cine Religioso y de Valores Humanos, lo cual echa para atrás, salvo si llevas sotana o eres católico hasta las cachas. Al decir pedante me refiero a que, año tras año, y en especial tras las declaraciones de su antiguo director a los medios de comunicación, nos llegan dos evidencias: que se trata de un festival cuyos requisitos necesarios consisten en entrar con gafas y poner cara de pensador agarrotado por los tormentos interiores, y que las películas elegidas para su exhibición son únicamente las capacitadas para aburrir; o, como diría José Luis Alvite, los largometrajes filmados en cemento. Siempre tuve la impresión de que sólo pasarían el filtro de selección aquellas cintas en las que, en pase previo, se quedara dormido incluso el acomodador. Porque muchos críticos de cine asumen esa regla no escrita, que condiciona sus posteriores textos: Si aburre, es una obra maestra. Olvidando, tal vez, que casi todos los directores clásicos nunca aburrieron al espectador: Ford, Hitchcock, Fellini, Leone, Huston, Kazan, Donen, o los aún vivos y en activo, Coppola, Scorsese y Eastwood.
Insisto: me refiero a la sección oficial, y no a los estupendos ciclos que allí programan. La sección oficial suele desprender un ligero tufillo a películas tediosas e incomprensibles; es cine de cemento y gafas. El tiempo suele darme la razón porque, años después de repartirse los premios, a las salas sólo llegan uno o dos de los títulos premiados; el resto queda para las filmotecas y las salas de arte y ensayo, donde, citando a Francisco Umbral, “Entrábamos en el patio de butacas antes que nadie y nos salíamos los primeros porque de lo que se trataba era de que nos viese mucho la gente como el grupo esnob, moderno y avanzado de la ciudad. Hablábamos de la película en voz alta para que lo oyese todo el mundo”, aunque él se refiere a los tiempos del NO-DO, pero el ejemplo vale. En la Seminci y en el cine español deberían aplicarse más a menudo esta norma anglosajona del no al aburrimiento. Hace poco, en una sala madrileña, nos metieron de entremeses unos cortometrajes de producción española que me parecieron más insoportables que un dolor de muelas. Ya saben: sin diálogos, con argumentos sin pies ni cabeza y planos sin sentido. Aquello fue terrible; unos diez minutos que se me hicieron eternos, como si estuviera de vacaciones en un lugar en el que nos obligaran a cargar sacos de hormigón sin motivo alguno. El zamorano Manuel Sanabria es uno de los pocos directores españoles con valentía: se propuso no aburrir y lo ha conseguido, pero en España la diversión no lleva aparejados los premios.
Me interesan más otros festivales, como el de San Sebastián o el de Sitges. El primero es más variado en cuanto a géneros y temáticas, y proyectan películas que no duermen a las ovejas. Y el segundo es uno de los mejores del mundo, cine gamberro hasta hartarse, y de calidad. Por amor de Dios, hombre, que no es malo divertirse un poco. En la adolescencia se metían conmigo los intelectuales de postín porque me gustaba “Arma letal”; lo que no sabían es que también era devoto de Ingmar Bergman, pero el Bergman en blanco y negro, el de “El manatial de la doncella”, “El silencio” o “El séptimo sello”. En los jurados deben de tener en cuenta que es sano entretenerse. Si lo supieran, no les darían siempre los premios a los asiáticos.