Decidimos tomar una clara con limón por la zona de Huertas, por donde hace tiempo que no íbamos. Esta zona posee, supongo que como todo, sus ventajas e inconvenientes: por allí se ve mucha gente relacionada con la literatura, el teatro y el cine; es muy agradable pasear por las callejas del Barrio de las Letras y leer las inscripciones del suelo, en las que hay célebres citas y nombres de literatos famosos, y asomarse a los escaparates de las librerías de viejo; en Naturbier, que está en la Plaza de Santa Ana, tienen dentro una fábrica de cerveza natural, muy ligera al paladar, sabrosa e incluso saludable si se toma con medida; las terrazas suelen estar pobladas de turistas y propician mucho colorido a la plaza, en la que está la estatua de Lorca; hay garitos de diversas clases y armarios con traje a la puerta; y se dice que por el Café Central suelen pasarse Günter Grass y Mario Vargas Llosa cuando están en la ciudad (pero aún no he entrado: programan actuaciones musicales casi a diario y en la puerta cobran lo bastante para persuadirte de que debes dar media vuelta); pero, en Huertas, si pides algo que no sea cerveza, suelen endosarte un garrafón que podría matar a las ratas; en cada calle te acosan los chicos y chicas que trabajan de relaciones públicas, dándote tarjetas en las que prometen invitarte a chupitos y a copas, pero luego entras en esos pubs, por probar, y el engaño toma proporciones considerables; y la mayoría de las tabernas de pinchos y de cañas están consagradas a los guiris, algo que explicaré a continuación.
De modo que allí estuvimos, varios zamoranos comentando lo de las violaciones de nuestra tierra, y a todos nos latía la furia en las sienes. Hablamos de viejas anécdotas, de chicas que antaño nos contaron ataques, enumeramos las calles y los rincones de la ciudad donde nadie, ni siquiera un hombre, debería pasear solo. Entramos, primero, en El Buscón, un local regentado por camareros jóvenes y españoles y decorado en plan castizo. Es un sitio que me encanta y no es la primera vez que piso su interior. Sin embargo, al poco nos marchamos: podemos aguantar la decoración ibérica, y hasta nos gusta, pero toda la retahíla de pasodobles y tonadas folclóricas que sale de los altavoces para entretener a los extranjeros, acaba convirtiéndose en insoportable. Nos metemos en una cervecería restaurante, cuyas mesas y barras atienden unos cuantos sudamericanos amables; pero al rato tenemos que abandonar porque las rancheras, o lo que diablos sea lo que han puesto en el equipo de música, desquicia a cualquiera.
Finalmente, podemos conversar bien en O’Neills. Una cervecería tan amplia que parece un laberinto, con dos pisos, varias barras de madera, pasillos y escaleras, mesas y sillas y taburetes. También está consagrado a los guiris, con preferencia por la clientela joven de procedencia británica y alemana. Lo sé porque voy a menudo, o cuando puedo. Música anglosajona, ornatos anglosajones, libros en las vitrinas con títulos sobre canciones irlandesas y tradiciones inglesas. No es raro ver, en una noche de sábado, el local lleno de bigardos que hablan en inglés o en alemán y pegan voces y se dan rudas palmadas en los omoplatos y cantan a coro los temas populares de Coldplay, Oasis y Blur, y mientras tanto sostienen enormes jarras de cerveza rubia o negra. Suelen ser muy ruidosos, pero se sienten como en casa. Nosotros también, quizá gracias a la música. Nuestra cultura musical es otra, qué le vamos a hacer: desecha los pasodobles, las rumbas, la salsa, la bachata y toda esa música de merengue y chiringuito. Los guiris mayores prefieren los bares que acabamos de dejar atrás.