Puede que se esté poniendo de moda, o se haya puesto ya, esta fea manía de asaltar domicilios y chalets cuando los propietarios duermen en sus camas, ajenos a la banda que se les ha colado, a hurtadillas y con linternas, para desvalijar la caja fuerte y llevarse cuanto consideren de valor, que eso es asunto muy subjetivo y exclusivo de cada uno; a unas amigas mías solían robarles, del piso, sólo algo de ropa y comida. Antes las cosas se hacían de otra manera. Los ladrones, los ganzúas, los salteadores y demás ralea especializada en introducirse en las casas del prójimo esperaban, tras días de vigilancia, a que los inquilinos hicieran las maletas, bajaran las persianas, abandonasen al perro en la acera, se metieran en el coche y se fueran a la costa, a tomar el sol de julio, de agosto o de septiembre. Pero ahora parece que eso no es posible y todos tienen prisa. De ahí, supongo (de no tener paciencia para esperar a las vacaciones), que los asaltantes actuales prefieran colarse en los domicilios mientras escuchan un coro de ronquidos. Este latrocinio nocturno y con espectadores dormidos, eso sí, posee sus ventajas: se trabaja de noche, cuando hay menos peligro de que les sorprendan, y no se arriesgan a que el dueño aparezca y los pille con las manos en la masa, porque está en cama, sobando. Creo que no se ha dado ningún caso de sonambulismo en los chalets que han robado estos días.
La semana pasada nos informaba un periódico de que, en un plazo de noventa y seis horas, habían asaltado cuatro chalets en tres ciudades distintas, a mano armada y cubiertos con capuchas. Pero los cacos de estas noticias eran de otra índole, tal vez hechos de una pasta más dura e implacable. Ni siquiera esperaban a que el personal se echara a dormir. Se las apañan para sortear las medidas de seguridad y, si la familia está despierta, no dudan en amenazarla o en llevar a cabo eso del secuestro exprés. Según las estadísticas, las ciudades donde aumenta el número de asaltos domiciliarios son Barcelona y Madrid, seguidas de las zonas costeras. Hace meses vi, en televisión, un reportaje al respecto, sobre esta manía tan fea y tan poco deportiva de robar delante de los dueños, estén dormidos o despiertos. Una de las señoras, muerta de terror, la pobre, relataba a la cámara cómo debieron colarse los cuatreros por la ventana, brincando por los patios interiores y usando técnicas propias de un superhéroe sin poderes. Cuando mis amigos vivieron en Majadahonda, en una de esas casas de tres o cuatro pisos, también les entraron a robar. Pero esta vez fue fácil: las ventanas de la planta baja estaban abiertas y sólo tuvieron que meterse dentro y rapiñar varios objetos de valor. Algunos de mis amigos debían de estar en sus camas, durmiendo.
Lo cierto es que esto de las intrusiones nocturnas, estando el inquilino de cuerpo presente, es un viejo miedo del hombre. Cuando, en las películas, los protagonistas escuchan un ruido, en vez de asociarlo a los crujidos de la madera, los roedores o el viento, suelen preguntar: “¿Quién anda ahí?” En la vida real, en cambio, no solemos hacer la pregunta, sino salir por piernas y de puntillas. A propósito del tema, la semana pasada estuve viendo en dvd una película que me perdí en los cines. Se titula “El habitante incierto”, es de producción española y ha pasado desapercibida, por desgracia. Puedo jurar que, mientras la veía, de noche y con el piso a oscuras, se me pusieron los pelos de punta. Cuenta cómo, a un tipo que vive solo, se le cuela un intruso en su casa, un inmueble enorme y de varias plantas. Da miedo porque puede sucederle a cualquiera, y conlleva ruidos, pasos, sustos, sombras, imaginaciones.