Me pasaron tres guías de las comidas en los restaurantes y de los bares de tapas de Madrid, documentos que hacen la boca agua sólo con echar un vistazo a las viandas y aperitivos que se ofrecen en cada taberna, figón y tasca. No he hecho aún uso de ellas, en parte porque las guardo en el ordenador y no las he impreso. En la primera de tales guías el índice es el que sigue: el nombre del garito, la calle en la que se ubica y un par de notas acerca del menú. La acompaña un diccionario de tapas para quienes ignoren los nombres. Yo me he leído este brevísimo glosario y debo decir que me procuró alimento para saciar mi feroz hambre literaria: la mayoría de las palabras consignadas suenan de maravilla, y unas cuantas no las había oído nunca. Anoto aquí algunas, conocidas o desconocidas: alboronía, alcahuciles, burgao, clochinas, flamenquines, marisco de gorrinera, pijotas, pulgas, urta, xoubas. Si se repite lo anterior varias veces seguidas, y como una letanía, se nos despierta la gula, pero luego creemos que es un conjuro diabólico. Otra de las guías es similar, pero añade números de teléfono y agrupa los locales según su zona. La tercera clasifica los restaurantes dependiendo del menú: si usted quiere saber dónde se come, por ejemplo, marmitako, o angulas, o mollejas, basta con pinchar en cada palabra y le lleva de inmediato a una lista de restaurantes y su dirección. Supongo que estos manuales pueden hallarse en la red.
En ninguna de las guías he visto la Taberna Los Gatos, a la que me llevaron la otra tarde. Puedo decir que se trata de uno de los bares más curiosos, típicos y castizos que he visitado en siglos. Un monumento al kitsch. Le dije a un amigo, antes de entrar en la taberna, que gusto de esta clase de viejos locales, decorados siempre con cabezas disecadas de morlacos y fotografías enmarcadas de antiguos toreros, con jamones y chorizos pendiendo por encima de la barra, con la variedad de raciones y precios escrita en los espejos, con anuncios en la puerta alertando que en el interior se sirve caldo de hueso, y él me respondió que le ocurría lo mismo, pero que en la actualidad están demasiado colonizados por los extranjeros, principalmente ingleses. Una vez dentro de Los Gatos lo confirmé: casi todos eran guiris, ingleses de palidez rojiza, alucinados por el grosor y la exquisitez de cada canapé, sorbiendo vinos tintos o claras, embebidos en la decoración ibérica, festiva y barroca de las paredes y de la barra. Y no era para menos, tomé nota mental de lo siguiente: camisetas de futbolistas, un álbum de fotos en el que aparecía Picasso tomándose un chisme en una terraza, cabezas de toro, figuras de toreros en miniatura, imágenes célebres de diestros famosos, trajes de luces, banderas de España, estampas de Vírgenes y de Cristos y de santos, objetos y cacharros del paleolítico, recortes de periódico, etcétera. La lista es interminable y mi memoria no se quedó con todo, había demasiados ornatos hispanos como para embarullársele a uno la vista, empachados los ojos de aderezos y antiguallas.
El inconveniente de estas tabernas, pues he visitado bastantes, es que los dueños saben de qué va el percal: va de guiris con posibles, cámara de fotos al cuello, un plano de Madrid y una bolsa de lona al hombro, debido a lo cual aquellos asignan precios intolerables a las raciones. Saben que los ingleses o los norteamericanos o los alemanes quieren darse un atracón de platos típicos, y así los timan y, de paso, a nosotros. Este modelo de guiri viajado y vacacional, habitante de las tascas castizas, bebe de las fuentes de Orson Welles y de Ernest Hemingway en España, o sea, que está loco por ir a los toros y calzarse un plato de callos y una botella de vino.