Uno puede mudarse de ciudad, pero no olvida sus huellas e insiste en conservar algunas de sus costumbres. Desconozco qué hace el resto de la gente que se fue a vivir a otras provincias, pero yo, por ejemplo, procuro mantener ciertas conexiones con Zamora. No quiero que me corten el pelo en otro sitio, ni otras personas, y por eso siempre espero hasta uno de esos regresos esporádicos, de fin de semana, para pedir hora en la peluquería donde me atienden amables mujeres. Mis bares y restaurantes favoritos siguen siendo los mi ciudad natal, y no sé si eso significa aversión al cambio de hábitos, apego excesivo a la tierra o nostalgia de cuanto uno vivió y fue. Los paseos que me sosiegan son, también, los de antes: las orillas perfumadas de humedad del río Duero, el casco antiguo y sus rumbos turísticos, algunas callejuelas poco transitadas en las que perderse en meditaciones.
Lástima que mis viejos y saludables vicios (los libros, el cine, los cómics) no pueda esperar a saciarlos en cada regreso. De lo contrario, transitaría los locales donde venden el jarabe para saciar mis apetitos culturales sólo una vez al mes. Y uno no puede vivir sin esas costumbres, sin entretenerse algunas horas a la semana recorriendo con los dedos y con los ojos los anaqueles repletos de novedades y antiguallas. Con lo cual uno renuncia a buscarse otros libreros de cabecera, pero no a su rutina de salir en busca de este o aquel libro, este o aquel tebeo. A uno le extraña no contar ya con ese hábito diario que supone ir a la calle diez minutos y toparse con treinta conocidos en un paseo breve o en su trayecto al supermercado. Pero, por otro lado, lo agradece. Les diré por qué. En las ciudades pequeñas supone una hazaña dar un paso sin que se enteren el apuntador, la vecina, el de la guitarra y fulano el del bombo. Aunque sean pasos sencillos, que no dañan a nadie. Las ciudades pequeñas comercian (metafóricamente hablando) con el “me dijo”, “le escuché”, “le dije”, “me contó en secreto que”, “me han dicho”, “se oyen rumores”, “me contó que le dijeron que habían oído” y ese catálogo de frases que configuran los chismes habituales. Todos pecamos de lo mismo, y quien esté libre de culpa… También, a la práctica del rumor y la leyenda nacida al amparo de las tabernas hay personas que añaden, y siembran, la discordia: unas a propósito, otras adrede. No faltan las historias típicas: las infidelidades que se descubren por error o cizaña de terceros, los matrimonios que empiezan a aguarse porque una boca ajena al meollo habló cuando debía callar y calló cuando debía hablar, las disputas entre individuos que se enfrentan tras el chismorreo que circula por ahí, los padres que descubren historias que sus hijos no les habían contado pero oyeron de labios de la vecina o del tendero de la esquina. Pero que nadie se rasgue las vestiduras si ha leído las líneas anteriores: no disparo a nadie en concreto ni deseo que nadie se dé por aludido. Son ejemplos generales, inventados o basados en casos parecidos. Suelto esta advertencia porque no falta el lector que luego, a la primera de cambio, te dice: “Sospecho que te referías a mí en tu artículo”. Pues no. Eso sólo le sucede a quien se cree tan importante como para pensar que los demás siempre hablamos de él entre líneas.
Como contrapartida, tenemos otro inconveniente al cambiarse de ciudad: no se puede conversar a diario con los conocidos, y se pierde el hábito de los encuentros. Se pierde, además, algo muy rico: eso de meterse en una cafetería o en un pub y pegar la hebra con las amistades. Eso de saber que, vayas donde vayas, habrá un agradable rato de charla. Siempre habrá prioridades y renuncias.