Anuncian la lectura en los autobuses como la próxima moda. Dicen que, respecto a los transportes, antes sólo se leía en el metro. Pero uno ha visto a algunas personas leyendo en el bus y en el tren, y lo ha practicado. Para fomentar la lectura algunos ayuntamientos andaluces han decidido regalar libros en los autobuses. Hay incluso una colección titulada “Relatos para leer en el autobús”. Su responsable es el poeta y editor Miguel Ángel Arcas, de Granada. Cuando le preguntan, en una entrevista, cómo surgió la idea para esa colección, explica lo siguiente: “Entonces me di cuenta del tiempo que se puede perder en un viaje urbano de autobús. Podríamos decir que es un tiempo psicológicamente muerto. Vas de un sitio a otro, en una ciudad que conoces, las mismas calles, el mismo paisaje de siempre, una rutina. Ahí es donde leer un cuento se convierte en una aventura. Es como romper ese tiempo dormido”. Un tiempo dormido y psicológicamente muerto: a uno le parece cierto.
No sé si lograrán que los viajeros (y me refiero a casi todos los viajeros, no sólo a unos pocos, entre los que me cuento) del transporte público se adapten a la lectura. Por dos motivos, creo: porque muchas personas se marean leyendo en el autobús o en el coche o en el tren, y porque en la actualidad la gente viaja hablando por el móvil. Cuando entro en un autobús y cruzo de una ciudad a otra, y si voy sin compañía, siempre me aguardan dos rutinas. La primera y más inmediata es apagar el móvil, para que no perturben mi trayecto con llamadas y mensajes; la segunda, y no menos importante, consiste en abrir el libro, que suelo llevar metido en una bolsa de plástico de alguna librería, e iniciar la lectura antes de que el vehículo arranque; esto último permite enfrascarse en la novela o en el cuento e irse acostumbrando para cuando se mueva el bus. A estos hábitos he añadido en los últimos tiempos un tercero: colocarme tapones en los oídos justo antes de que salgamos de la ciudad. De esta manera me salvo del ruido de los teléfonos, de las conversaciones en voz alta y del sonido de las malas películas que suelen endiñar a los pasajeros.
Se trata, con esta iniciativa que puede convertirse en moda, de inculcar la lectura en los viajeros y de hacerles menos doloroso el trayecto, o más aprovechable. Al principio, desde mis primeros viajes en solitario en la línea de autobuses entre Zamora y Salamanca, llevaba el libro como un acompañante, el eje de una actividad que supliera el fastidio de tener que sufrir esas pérdidas de tiempo entre los trayectos. Pero luego, lo reconozco, he ido cambiando: cada vez que debo subir al bus pienso, primero, en el libro que meteré en la bolsa de plástico. De tal manera que, sólo con imaginar que me aguardan dos o tres horas de lectura que compagino con esporádicos vistazos al paisaje, me relamo de placer, como el coyote de los dibujos animados en cuanto divisa una posible presa. Porque leer allí dentro (si consigue uno esquivar, con la ayuda de los tapones para los oídos, los timbrazos y musiquitas de los cincuenta móviles que hay a bordo, y el sonido brutal de la película mala) es, en efecto, una gozada. No puedes ir a ninguna parte hasta que concluya el viaje, y no puedes, como en casa, levantarte a hacer otras cosas o a navegar por la red, y cuentas con la suerte de, entre capítulo y capítulo o entre párrafo y párrafo, poder mirar por la ventanilla. Lo cual estimula el hábito y fomenta la reflexión. Lee uno lo que ha hecho un personaje y levanta los ojos y paladea esas acciones mientras contempla un bosque, el cielo, un monte, la nieve. Mi otra costumbre en el bus es, a veces, dormir entre capítulo y capítulo.