José María de Vicente Toribio, zamorano, escritor, poeta, profesor, antiguo inspector de policía, estuvo esta semana en Zamora para pregonar la Navidad. De una entrevista concedida al periódico entresaco las tres o cuatro frases suyas que más me han gustado, y que suponen su respuesta a la pregunta de si vuelve a la provincia en estas fechas. Responde: “A Zamora se la quiere más cuando se regresa que cuando se vive aquí. Se ama más en la distancia porque desaparecen los defectos. Siempre que puedo, regreso”. Es algo que, me atrevo a decir, comparten todos los que una vez emigraron de esta tierra. Los vínculos con las ciudades no son muy diferentes de las relaciones del ser humano con sus parejas: un día se separan dos personas, hartas de tirarse los trastos a la cabeza o de demolerse los oídos con críticas, y un tiempo después comienzan (salvo excepciones, obviamente) a recordarse con agrado, olvidados ya los defectos y el odio mutuo.
De mí sé decir que aún es pronto para saber si amo más la ciudad ahora que antes, pues no llevo demasiados meses viviendo fuera. Pero he comprobado hasta la saciedad el modo en que los zamoranos aprenden a querer a su tierra cuando saben que no van a regresar para vivir entre sus muros. Alguien podría decir que este sentimiento se puede aplicar a todas las personas en relación con su ciudad natal: se equivocaría, porque muchas ciudades resultan ser un infierno para sus habitantes, y nadie añora los infiernos. Quien se va de esta provincia aprende, con el tiempo, a apreciar lo que tuvo, y aun olvida un poco las carencias y los deterioros, los atrasos y las desgracias. Esto no significa que, instalado en otros sitios, no sea capaz de criticar los errores, la mala gestión política, el olvido. Pero se establece una diferencia: el tipo que se fue sólo quiere regresar, aunque sea en vacaciones o en fecha señalada, y recorrer lo que un día dejó atrás. Se lo he escuchado a gente que trabaja en otras ciudades. ¿Qué añoran? Añoran la calma, el río, los cielos despejados, el casco viejo, los bares de tapas, las costumbres de su infancia, los parajes de la provincia, los pueblos casi abandonados, la naturaleza sanabresa, y esa facilidad para, saliendo a la calle, encontrarse en el lapso de diez minutos a veinte conocidos a quienes saludar.
Una vez que no tienen (no tenemos) que arrostrar las taras de la ciudad, a saber, su futuro gris, sus limitados puestos de trabajo, su calma de lugar confeccionado para residentes ancianos, sus escasas posibilidades de apertura al exterior, su abandono y su ninguneo por parte de los poderes de la comunidad, una vez que no hay que arrostrar esas taras, o defectos, todo resulta perfecto. El regreso, entonces, para el emigrante, supone alegría, descanso, reencuentro, felicidad pasajera. Uno está más quemado con la ciudad y sus circunstancias cuando vive en ella que cuando se instala en otro sitio. Cuando se vuelve, por época de vacaciones o en los puentes, se aprovecha en unos días lo que se echa de menos. La gente visita a sus amigos y familiares, recorre las tabernas donde comer patatas bravas, pinchos de carne y mejillones, realiza cortas incursiones por Sanabria, cena en sus restaurantes favoritos o en aquellos que acaban de inaugurar, pasea por las calles sin necesidad de recurrir al coche, no se agobia con las prisas, y acomoda su reloj biológico al ritmo más bien sosegado de la ciudad. Pero, repetiremos, no olvida que deambula por territorios marginados. También lo sostenía así J. M. de Vicente Toribio en la entrevista: “Me subleva la marginación de Zamora”. Apuntemos, además, que los recuerdos suelen ser más atractivos que la realidad.