domingo, diciembre 04, 2005

Manos a la obra (La Opinión)

En tres días conocí a dos tipos de técnicos, o de obreros, o de “ñapas”. El lunes apareció el primero. Venía a revisar la calefacción. Me sonaba su rostro y entonces advertí que ya había pasado por el piso un par de veces. Era un individuo joven que tiró de destornilladores y de un móvil para comunicarse con su jefe. Desmontó un aparato con ágiles y hábiles dedos, lo destripó hasta dejarlo en los huesos metálicos. Estuve pensando, mientras lo hacía, que si yo lo hubiera intentado no habría sabido devolver cada pieza a su sitio original. Bastante lío me parece, de vez en cuando, desmontar el ordenador y recomponerlo. Luego tuvimos que esperar unos minutos, para saber si cuanto había supervisado funcionaba. Empezamos a hablar de conexiones a la red, de velocidad de navegación, de ordenadores y de sus partes (monitor, torreta, altavoces y demás). No supe seguir el diálogo: le dije que no entendía mucho, y que no era capaz de distinguir las tarjetas gráficas, ni todos los modelos que nombraba. El suyo era un ordenador tan antiguo como el mío, al que había ido haciendo apaños, añadiéndole otras partes y extensiones (por llamarlas de alguna manera), convirtiendo su máquina desgastada, mediante chapuzas e ingenio, en un potente bicho que funcionaba a pleno rendimiento. Me dio algunas soluciones. Pero las deseché: insistí en que, de informática, sabía lo justo. El técnico fue una sorpresa, pues no estamos acostumbrados a que se presenten en las casas tipos con mono de trabajo y las manos llenas de polvo que nos podrían dar cien lecciones de informática.
El otro apareció por el piso el miércoles. He de señalar que no se parecía nada al anterior. Donde allá presencié el ingenio y la habilidad, aquí tuve que ver a una especie de Otilio sin bocata, dotado con las luces justas para caminar sin hacerse un nudo con los pies. Habían dejado las pequeñas puertas de la parte superior de un armario sin los tiradores oportunos. El hombre venía a ponerlos. De entrada me fijé en su fisonomía: su peluquero era su peor enemigo, alguien que lo peinaba a mano y con los dedos llenos de aceite de coche. Exhalaba tosquedad. Pero a mí eso me importa un bledo. Lo importante es que sepa hacer su trabajo. Le dije que estaría en mi cuarto y que, si necesitaba algo, me llamase. Me llamó a los dos minutos. Había desmontado una de las puertas. ¿Dónde quiere el tirador? En el medio, ¿no? Me preguntó. Y veamos si logro explicarme: todas las puertas de esos armarios tienen su asidero en la parte inferior, encima de una chapa, y justo en la mitad de la misma. Es lo lógico: las puertas deben tener el pomo, siempre, junto a los bordes: sea en uno de los laterales, sea en la parte inferior. Cuando dijo que lo mejor era ponerlos en el medio no imaginé lo que tramaba.
Volvió a avisarme minutos después. Esto es lo que he hecho, etcétera. Lo cierto es que casi me caigo de espaldas: el tío ingenioso había instalado el tirador justamente en mitad de la puerta. Es decir: no en mitad de la chapa de la parte inferior, igual que estaban colocados los otros, sino en mitad del panel. Le dije que aquello no valía, y que lo había puesto tan arriba que no llegaba ni aun poniéndome de puntillas. El pavo se defendió: Hombre, como dijo en medio… Ya, pero en medio de la chapa inferior; igual que el resto. Pues no se puede cambiar, soltó. No hay vuelta atrás. Menudo adoquín. Jamás había visto ninguna puerta del mundo con el tirador en medio. ¿Se imaginan que la cerradura y el pomo de las puertas de nuestras casas estuviesen en mitad de las mismas? El sentido común y el buen gusto indican que eso sólo debe hacerse en los cajones. Me pregunto de qué caverna habrá salido aquel chapucero.