Madrugada de Todos los Santos. En Madrid recorro unas cuantas calles, unos cuantos bares. Este año la moda entre las mujeres es disfrazarse de brujas. Los hombres se disfrazan bien o muy mal. Dice un amigo mío que la diferencia entre unas y otros, en el momento de maquillarse y elegir disfraz, es que la mujer siempre sale guapa a la calle, aunque se haya vestido de monstruo o de zombie. Y es cierto: hay un empeño en las mujeres por aparecer bellas y glamourosas que las lleva a pintarse bien la raya del ojo y a echarse los afeites justos para brillar, incluso aunque vayan disfrazadas de hombres, y nosotros ese equilibrio no lo conseguimos porque no sabemos maquillarnos (salvo algunas excepciones, muy pocas), y tal vez porque nos importa más la esencia del disfraz antes que la imagen.
La plaza de Lavapiés, por la que paso, y cuya actividad nocturna luego observo desde el balcón, es una bacanal de borrachos, jóvenes juerguistas, mercaderes de hachís, chalados y vagabundos. Intenta uno abarcar con la mirada el cuadro al completo, pero suceden tantas cosas que aquello parece una pintura moderna del Bosco. En medio de la plaza se mezcla la gente disfrazada y sin disfraz, los perros que ladran porque se excitan con la algarabía y también los perros hambrientos a los que algún hombre misericordioso trae comida envuelta en un trozo de periódico, y se mezclan los músicos que tocan los timbales y la guitarra, y los chavales con litrona, y las pandillas que prefieren sentarse en el suelo. A un lado hay unas cuantas personas discutiendo entre ellas, una de las cuales es una tipa con aspecto de yonqui novel. Estos sujetos elevan el tono de voz, se zarandean, se empujan y, al final, alguien rompe una botella en la cabeza de alguien, pero ese momento no lo veo y me lo tienen que contar. En una esquina de las calles que desembocan en la plaza un coche de policía trata de supervisar el jaleo. Pero, ¿cómo van a controlar todo el cotarro si sólo son cuatro o acaso cinco policías jóvenes? No dan abasto. Dos de ellos cachean a los camellos (que suelen ser siempre moros) y piden la documentación. A uno lo colocan de cara a la pared, con los brazos en alto y las manos apoyadas en el muro, y lo cachean de arriba abajo. Un fulano con pinta de borracho, de fumado y de loco, baila junto a los policías y en mitad de la carretera, como si quisiera en un único acto soliviantar a las autoridades y celebrar la noche; danza con las manos en alto, como ejecutando un baile tradicional. Uno de los policías se le acerca de vez en cuando y, como el tipo a veces baila delante de los coches, le dice: “Hala, a bailar a la plaza”. Esto lo oigo cuando camino junto a ellos. El hombre no hace ni caso. Hay más detalles, pero se me escapan. Lo que cuento sucede a la vez. Y la policía se va, no sabemos si porque entre cuatro es imposible controlar a tanta gente y se ha hartado de lidiar con juerguistas, camellos, delincuentes y bailarines, o porque ha recibido algún aviso de emergencia.
La plaza de Lavapiés, por la que paso, y cuya actividad nocturna luego observo desde el balcón, es una bacanal de borrachos, jóvenes juerguistas, mercaderes de hachís, chalados y vagabundos. Intenta uno abarcar con la mirada el cuadro al completo, pero suceden tantas cosas que aquello parece una pintura moderna del Bosco. En medio de la plaza se mezcla la gente disfrazada y sin disfraz, los perros que ladran porque se excitan con la algarabía y también los perros hambrientos a los que algún hombre misericordioso trae comida envuelta en un trozo de periódico, y se mezclan los músicos que tocan los timbales y la guitarra, y los chavales con litrona, y las pandillas que prefieren sentarse en el suelo. A un lado hay unas cuantas personas discutiendo entre ellas, una de las cuales es una tipa con aspecto de yonqui novel. Estos sujetos elevan el tono de voz, se zarandean, se empujan y, al final, alguien rompe una botella en la cabeza de alguien, pero ese momento no lo veo y me lo tienen que contar. En una esquina de las calles que desembocan en la plaza un coche de policía trata de supervisar el jaleo. Pero, ¿cómo van a controlar todo el cotarro si sólo son cuatro o acaso cinco policías jóvenes? No dan abasto. Dos de ellos cachean a los camellos (que suelen ser siempre moros) y piden la documentación. A uno lo colocan de cara a la pared, con los brazos en alto y las manos apoyadas en el muro, y lo cachean de arriba abajo. Un fulano con pinta de borracho, de fumado y de loco, baila junto a los policías y en mitad de la carretera, como si quisiera en un único acto soliviantar a las autoridades y celebrar la noche; danza con las manos en alto, como ejecutando un baile tradicional. Uno de los policías se le acerca de vez en cuando y, como el tipo a veces baila delante de los coches, le dice: “Hala, a bailar a la plaza”. Esto lo oigo cuando camino junto a ellos. El hombre no hace ni caso. Hay más detalles, pero se me escapan. Lo que cuento sucede a la vez. Y la policía se va, no sabemos si porque entre cuatro es imposible controlar a tanta gente y se ha hartado de lidiar con juerguistas, camellos, delincuentes y bailarines, o porque ha recibido algún aviso de emergencia.
En los alrededores de Sol, en Huertas y en la Gran Vía también hay demasiado gentío. Un alto porcentaje de mujeres se han disfrazado de brujas, con escoba, sombrero y todo. En los garitos hay cola para entrar, y en una especie de discoteca te clavan ocho euros al entrar. Como hemos quedado dentro con unos amigos de Zamora no puedo dar vuelta atrás. El ticket de entrada da derecho a un garrafón-cola de los que forjan las leyendas, un garrafón intolerable que huele a colonia de a dos céntimos el litro. Estoy convencido de que existen tres clases de garrafón, dependiendo de si el horario del pub es de tarde, de noche o de madrugada. Eso lo contaré otro día.