Se ha convertido en moda enseñar cadáveres en los informativos de televisión, en los libros, en los periódicos, en los documentales. Al principio bastaba con apartar la vista: viendo un telediario, en el que informaran sobre alguna guerra, miraba uno hacia otro lado sospechando que iban a mostrar fiambres. Con suerte, sólo veía una imagen de la que trataba de alejarse, pero el fogonazo permanecía en las retinas, igual que sucede cuando miramos directamente a una luz y luego cerramos los ojos. Es una manera veloz, y la única (salvo que uno se niegue a ver los informativos) de esquivar los cadáveres, que cada día tratan de meternos hasta en la sopa. En los periódicos, de vez en cuando, solemos asistir a brutales fotografías: hombres quemados y linchados por el pueblo en algún país de Oriente Medio, niños moribundos en África, víctimas de guerra, etcétera. El mundo nos sirve un postre demasiado amargo y nos toca tragárnoslo. Si uno mira todos los días un cuerpo muerto, puede que al final logre acostumbrarse, como sin duda se acostumbran los forenses y unos cuantos policías y detectives y demás agentes encargados de velar por el orden. Por eso nunca encuentro explicaciones a por qué insisten en que los veamos. Tal vez arguyan la necesidad de que el ciudadano medio debe concienciarse respecto a lo que sucede en lugares del planeta donde hay hambre, guerras y homicidios. Pero sospecho que al final, por un exceso de esas imágenes, la conciencia desaparece, y entonces sólo vemos a los muertos con la misma serenidad que cuando observamos un tanque en la tele. Nos hemos curado de espanto, y eso resultará, si no peligroso, sí inmoral.
En estos días he tenido que vislumbrar cadáveres en todas partes (por suerte, no en persona, sino a través de las imágenes). En algún telediario mostraron un “pastel” y tuve que apartar la vista. La noche siguiente me dispuse a ver en la tele un estupendo documental sobre Robert K. Ressler, el criminólogo de Ciencias de la Conducta del FBI que fue pionero en los perfiles de los asesinos en serie, y de cuyos libros he escrito aquí un par de veces. En dicho documental introdujeron imágenes y detalles y fotografías de algunos de los muertos a manos de los más célebres serial killers de Estados Unidos. Eso sólo nos sirve para asumir que los policías y los forenses deben tragar tanta basura al día, tanta sangre y tantas mutilaciones, que lo normal es que en la noche sólo se alimenten de sueños poblados de pesadillas. Unos días después compré un libro que se titula “Caso cerrado”, y en el que Philip Gourevitch analiza las investigaciones de un policía de Nueva York para atrapar a un asesino que llevaba en libertad más de veinte años tras sus últimos asesinatos. Está escrito a la manera de “A sangre fría”: un reportaje novelado. En sus páginas van apareciendo fotografías del poli, de la escena del crimen, del careto del fugitivo. Hasta que uno se topa con sendas imágenes de los dos hombres, muertos por aquel a tiros. Por fortuna las fotos son pequeñas y una de las víctimas está bocabajo. Sin embargo, advertí que ya no me aparto de las fotos como si quemaran. Tampoco las miro con morbo. Al final, tras tanto cadáver entrevisto en los medios de comunicación, va uno acostumbrándose.
Existe una costumbre obscena de exponer en los medios los cadáveres, igual que si fuesen mercancía inmoral pero necesaria para el ciudadano. La sociedad está envuelta en sus propias contradicciones: hay gente que no se asusta o no se escandaliza al ver a un hombre despedazado por una bomba, pero se alarma si en televisión aparecen contenidos relacionados con el desnudo y con el sexo.