A menudo, no hay nada más triste que la presentación de un libro. Están, por un lado, las presentaciones multitudinarias, que reúnen a los autores más conocidos por el público y llenan las butacas de lectores, señoras, reporteros y fotógrafos; y, por el otro, esas presentaciones ignoradas a las que acuden dos o tres amigos del editor o del autor, algún despistado que entró para resguardarse del frío y, de paso, echar una cabezadita y, si acaso, algún periodista que va a cubrir el evento. Estas últimas resultan muy tristes, y uno ha presenciado ya demasiadas: tanto en el papel de autor como en el papel de presentador como en el papel de espectador.
Al principio, pensaba uno que este abandono de la cultura era propio de los pueblos, a cuyas presentaciones acuden cuatro despistados y dos o tres señoras que han ido allí a escuchar lo que les echen; luego comprobó que también era propio de las ciudades pequeñas y, más tarde, que el fenómeno no era raro en las ciudades grandes.
Si a uno mismo le toca ser el embajador de los autores que llegan de fuera, y además le confían la tarea de presentar el libro y a los autores, cuando entran juntos en la sala (un poco tarde, para que el público aguarde y se impaciente), el alma se les cae a los pies al cerciorarse de que en el interior no está ni el apuntador. Siempre se dicen los mismos tópicos: la gente llega tarde a los eventos, aún es pronto, concedamos tiempo, etcétera. Pero quince minutos después, como mucho, sólo ha entrado un hombre viejo que se sienta a roncar en la última fila. Entonces el embajador se disculpa ante los autores invitados, con los consabidos tópicos: hay fiestas en el pueblo de al lado, a esta hora se inauguraba una exposición de pintura, un viernes a las ocho de la tarde es mal día para estas cosas, está nublado y por eso la gente no ha salido de casa, hace calor y las personas prefieren pasear, etcétera.
Si uno mismo es el autor y se encuentra un panorama similar, nos endosan esas excusas y tópicos que nosotros habíamos aprendido a utilizar. Ha llegado un momento en el que da igual si uno tiene muchos amigos o es célebre en su ciudad: casi nadie acude ya a las presentaciones de los libros (salvo casos aislados, insisto).
Los pocos que acuden, además, ya se habían comprado el libro. Y de ese modo el editor o el librero no se comen una rosca, y los autores permanecen unos minutos en la mesa, tras la presentación, con cara de póquer, esperando por si algún despistado compra un ejemplar y se aproxima para que le estampen una firma temblorosa y casi avergonzada.
Quienes no fueron a las presentaciones (periodistas, locutores, amigos, conocidos, familiares) presentarán, al día siguiente, un catálogo de excusas que se caen por su propio peso.
Pero seamos francos: aparte de que las presentaciones reúnan poco público, de que se estén convirtiendo en actos tristísimos y solitarios, lo cierto es que en numerosos casos todos terminan aburridos. Si el acto es largo, el público se aburre, el presentador se aburre, el autor o autores se aburren. Al final, tiene uno la impresión de que aquello es teatro, pura comedia, una farsa.
Algo habrá que hacer para despertar un poco el interés de los lectores, para que se aproximen a las presentaciones y lecturas y descubran nuevos libros. Algo habrá que hacer para llenar las butacas, pero, además, para que nadie bostece.
Al principio, pensaba uno que este abandono de la cultura era propio de los pueblos, a cuyas presentaciones acuden cuatro despistados y dos o tres señoras que han ido allí a escuchar lo que les echen; luego comprobó que también era propio de las ciudades pequeñas y, más tarde, que el fenómeno no era raro en las ciudades grandes.
Si a uno mismo le toca ser el embajador de los autores que llegan de fuera, y además le confían la tarea de presentar el libro y a los autores, cuando entran juntos en la sala (un poco tarde, para que el público aguarde y se impaciente), el alma se les cae a los pies al cerciorarse de que en el interior no está ni el apuntador. Siempre se dicen los mismos tópicos: la gente llega tarde a los eventos, aún es pronto, concedamos tiempo, etcétera. Pero quince minutos después, como mucho, sólo ha entrado un hombre viejo que se sienta a roncar en la última fila. Entonces el embajador se disculpa ante los autores invitados, con los consabidos tópicos: hay fiestas en el pueblo de al lado, a esta hora se inauguraba una exposición de pintura, un viernes a las ocho de la tarde es mal día para estas cosas, está nublado y por eso la gente no ha salido de casa, hace calor y las personas prefieren pasear, etcétera.
Si uno mismo es el autor y se encuentra un panorama similar, nos endosan esas excusas y tópicos que nosotros habíamos aprendido a utilizar. Ha llegado un momento en el que da igual si uno tiene muchos amigos o es célebre en su ciudad: casi nadie acude ya a las presentaciones de los libros (salvo casos aislados, insisto).
Los pocos que acuden, además, ya se habían comprado el libro. Y de ese modo el editor o el librero no se comen una rosca, y los autores permanecen unos minutos en la mesa, tras la presentación, con cara de póquer, esperando por si algún despistado compra un ejemplar y se aproxima para que le estampen una firma temblorosa y casi avergonzada.
Quienes no fueron a las presentaciones (periodistas, locutores, amigos, conocidos, familiares) presentarán, al día siguiente, un catálogo de excusas que se caen por su propio peso.
Pero seamos francos: aparte de que las presentaciones reúnan poco público, de que se estén convirtiendo en actos tristísimos y solitarios, lo cierto es que en numerosos casos todos terminan aburridos. Si el acto es largo, el público se aburre, el presentador se aburre, el autor o autores se aburren. Al final, tiene uno la impresión de que aquello es teatro, pura comedia, una farsa.
Algo habrá que hacer para despertar un poco el interés de los lectores, para que se aproximen a las presentaciones y lecturas y descubran nuevos libros. Algo habrá que hacer para llenar las butacas, pero, además, para que nadie bostece.