domingo, octubre 02, 2005

Catalina de Esquivias (La Opinión)

He terminado de leer la novela “Catalina de Esquivias. Memorias de la mujer de Cervantes”, de la que ya había escuchado algunos elogios antes de principiar su lectura. Es, como su título indica, una recreación ficticia de la joven mujer de don Miguel de Cervantes: Catalina Salazar de Palacios y Vozmediano, natural del pueblo de Esquivias, en la provincia de Toledo. Se trata de un libro único en su género porque no existen novelas que aborden esta figura y las biografías sobre el autor de “Don Quijote” no escarban en la vida de la muchacha. Ha sido un trabajo fatigoso, realizado con mano maestra y pulso firme por el escritor zamorano Segismundo Luengo, quien, como diría Borges, ha fatigado archivos, hemerotecas, biografías y legajos en busca de Catalina de Esquivias. Dicen que tras cada gran hombre se oculta una gran mujer, y Segismundo supo verlo, ponerle voz y presencia a esta dama educada por su tío, párroco de su lugar de origen. De esta manera hace viva a Catalina, la sentimos real toda vez que nos adentramos en sus memorias, como si estuviera al lado, contándonos en una taberna donde venden chocolate con churros la relación de hechos de su vida.
No es necesario, a estas alturas, señalar que la novela es magnífica: en el trazo de los personajes, en los diálogos que compaginan el habla sutil de curas, mozas e hidalgos con el habla popular del pueblo llano (pródigo en blasfemias, juramentos y votos a Dios que harían palidecer y desmayarse a un santo, si los oyera), en las vicisitudes y padecimientos de Cervantes escribiendo a contrarreloj, ganando los cuartos justos para sobrevivir, obsesionado con proyectos literarios que culminará con maestría o ni siquiera llegará a empezar. Fascinante es la recreación del Siglo de Oro. Se nos conduce por iglesias, conventos de clausura, calles de Madrid y Toledo, caminos rurales, plazas y bodegas, casas de ciudad y de pueblo; nos presentan a Lope de Vega y El Greco, nos hablan de los tahúres, de las meretrices, de los artistas que se codearon con Cervantes, de los editores que arañan hasta el último maravedí, de los cómicos ambulantes y de los señores principales. El lenguaje es sobrio, eficaz, con un ritmo musical envidiable en sus oraciones y un vocabulario riquísimo que nos recuerda a los libros de picaresca. Habrá sido un trabajo agotador, exhaustivo, emocionante.
Debo señalar algunos pasajes y escenas que permanecerán en lo sucesivo en mi memoria. Citaré varios. Resultan espeluznantes los crímenes de la época que se nos relatan en el libro: los asesinatos de niños o las pendencias que terminan a cuchilladas, y la costumbre de descuartizar los cadáveres de reos ajusticiados y plantar sus cabezas, brazos y piernas en los lugares donde cometieron sus salvajadas. Es sabroso el capítulo dedicado a la intrusión de la peste en Madrid, con los vecinos enfermos de bubas y de hedor. O la anécdota de la riña entre unos cómicos (a los que acompaña Catalina, de viaje a Zamora) y unos labradores de Morales de Toro por arrasarles los primeros la cosecha de sandías y melones. O la muerte de Cervantes. O el amor inagotable de la dama de Esquivias, a pesar de los continuos viajes de su marido. O todo lo relacionado con la preparación de “El entierro del Conde de Orgaz”. Sin embargo uno, deudor del oficio, se ha emocionado con las escenas que recrean la vida cotidiana de Cervantes, escribiendo en sus aposentos, molido por las deudas y la prisa de los editores, y con aquellos personajes y situaciones que encuentra en su camino y que le servirán para componer a la postre el caldo de las aventuras de su hidalgo: los bocetos reales que inspiran a Juan Haldudo, a Ginés de Pasamonte, a Angulo el Malo...